viernes, 15 de julio de 2016

SIN PASADO NI FUTURO

                                           SIN PASADO NI FUTURO

                                                     Julio Antonio Vaquero Iglesias

  



                                                   
   Manuel Cruz, catedrático de Filosofía contemporánea de la Universidad de Barcelona es un consumado maestro del ensayo filosófico. Lo prueban los  galardones que han recibido ya dos de sus trabajos: el Premio Anagrama de Ensayo en 2005 y el Premio Espasa de Ensayo en 2010. Y este año acaba de obtener el  Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en su XVIII edición que patrocina la  editorial asturiana  Ediciones Nobel con una obra titulada  Adiós, Historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual.
            Nuestro ensayista plantea en este trabajo un asunto que no es meramente teórico y  sólo  de interés para los  especialistas, sino que, por su actualidad  y su calado político e ideológico, es  (o al menos debería ser) del interés de cualquier habitante del mundo actual. Es, desde luego, como diría Ortega, uno de los temas de nuestro tiempo. ¿Cómo ha llegado a difundirse de manera tan generalizada en el mundo actual  esa percepción de que el pasado es algo extraño a nosotros,  no más que algo exótico que llama la atención por su condición ajena y marginal con respecto a nosotros y a nuestro presente? ¿Por qué las virtualidades del conocimiento de la historia  para el entendimiento de nuestro presente y la proyección de nuestro futuro que se han atribuido al conocimiento historiográfico desde sus orígenes son consideradas hoy obsoletas  en el marco de  un presente que ha cortado radicalmente sus amarras con el pasado? Incluso dándose, por lo demás, la paradoja (solamente aparente) de que en el tiempo actual lo histórico (o mejor  sería decir el consumo de lo histórico) haya experimentado una gran inflación y despliegue como demuestra el gran  éxito de público de la novela y el cine históricos o el género biográfico y hasta de esa horrenda práctica procedente del mundo anglosajón, pero que se extiende por doquier, que es el folclore histórico.   
            Desde luego la explicación de esa situación no  la fundamenta el autor  en una nueva versión de  la teoría del final de la historia de Francis Fukuyama ni tampoco  en los inanes  planteamientos  del posmodernismo sobre la historia. Teorías que, con su difusión interesada, pues responden a determinados intereses y justificaciones político-económicas, quizás hayan favorecido también la extensión de esas representaciones del  pasado y el futuro. Aunque, como la reciente realidad  ha constatado reiteradamente, no respondan a realidades objetivas. Pues la propia historia (con su marcha galopante en los últimos tiempos) ha falsado (dejado sin evidencia)  la hegeliana tesis el final de la historia de Fukuyama, del mismo modo que los supuestos teóricos idealistas del posmodernismo han comenzado a ser retirados como trastos inservibles al desván de la historia de la filosofía.
Para el autor ese presentismo específico que  se extiende (calificar tal percepción como hegemónica, como hace nuestro filósofo, nos parece exagerado) en nuestro tiempo  actual y  que  ha producido ese descrédito  generalizado de la historia como maestra  del  presente y potencial partera del futuro, hay que ponerlo en relación directa con la percepción  que los individuos han empezado a tener de la realidad en que viven como efecto de ese gran conjunto de transformaciones que ha sufrido el mundo y que se han acelerado aun más tras crisis económica iniciada en 2008. Percepción que nuestro ensayista nombra con el concepto de “naturalización”. Se ha  producido una ruptura tan radical  con el pasado como consecuencia del gran poder transformador del complejo científico- técnico, que muchos han dejado de aceptar la creencia  de que el pasado pueda servirnos para entender nuestro presente  O, para otros que todavía piensan en clave de la teoría del final de la historia, dado que ya no es posible rebasar el horizonte del capitalismo liberal,  la idea misma de aprendizaje a través de la historia ha dejado de tener sentido. Y si (contra  Fukuyama y como demuestran los hechos) el mundo puede cambiar (desgraciadamente para mal) tampoco el aprendizaje por medio de la historia tendría sentido, porque cada vez está más generalizado el supuesto que si el mundo se transforma no es como el resultado de nuestra acción, sino de una evolución propia, cuyo control se nos escapa por completo.
Los que piensan así consideran también que el futuro ha devenido asimismo en algo obsoleto, puesto que en nuestro hoy ya toda posibilidad se ve realizada por medios técnicos. El futuro ya no es, pues, el tiempo de los proyectos de emancipación ni el de la cristalización de las utopías. Todo lo contrario: el futuro se ha vuelvo amenazador, porque el futuro que deja entrever el presente no es otro que el de la exclusión y el desamparo  para grandes sectores de la población.
             Las consecuencias paralizantes de ese proceso de “naturalización”  para cualquier intento de transformación del mundo en clave de justicia e igualdad son evidentes. Las injusticias se entienden  como meras desventuras, la codicia y la especulación que ha traído el capitalismo de casino y nos han llevado a este agujero sin fondo en el que estamos, no serían sino abusos derivados de la falta de responsabilidad de los individuos y no efectos nocivos  inscritos en las propias entrañas del sistema económico. La ruptura con el pasado que introduce esa forma de pensar nos deja  sin la posibilidad de una historia crítica que nos alumbre el presente, a la vez que la eliminación del futuro que implica nos desnuda de cualquier clase de de utopías y proyectos de emancipación y sus efectos movilizadores.  Además de que esa  ruptura con el pasado certifica inexorablemente nuestra propia caducidad: si nosotros nos declaramos “otros” y extraños  en relación con los que nos precedieron, lo mismo harán con nosotros los que nos sucedan.
            El contenido de la lúcida reflexión de Manuel Cruz es desde luego angustioso, pero cumple ejemplarmente, a través de ese análisis de esa percepción del pasado que se extiende, el papel de mostrarnos algunos de los males que padecemos y de los graves peligros que entrañan. No podemos ya decir que no fuimos advertidos.                                                      

             Nuestro ensayista plantea en este trabajo un asunto que no es meramente teórico y  sólo  de interés para los  especialistas, sino que, por su actualidad  y su calado político e ideológico, es  (o al menos debería ser) del interés de cualquier habitante del mundo actual. Es, desde luego, como diría Ortega, uno de los temas de nuestro tiempo. ¿Cómo ha llegado a difundirse de manera tan generalizada en el mundo actual  esa percepción de que el pasado es algo extraño a nosotros,  no más que algo exótico que llama la atención por su condición ajena y marginal con respecto a nosotros y a nuestro presente? ¿Por qué las virtualidades del conocimiento de la historia  para el entendimiento de nuestro presente y la proyección de nuestro futuro que se han atribuido al conocimiento historiográfico desde sus orígenes son consideradas hoy obsoletas  en el marco de  un presente que ha cortado radicalmente sus amarras con el pasado? Incluso dándose, por lo demás, la paradoja (solamente aparente) de que en el tiempo actual lo histórico (o mejor  sería decir el consumo de lo histórico) haya experimentado una gran inflación y despliegue como demuestra el gran  éxito de público de la novela y el cine históricos o el género biográfico y hasta de esa horrenda práctica procedente del mundo anglosajón, pero que se extiende por doquier, que es el folclore histórico.   
            Desde luego la explicación de esa situación no  la fundamenta el autor  en una nueva versión de  la teoría del final de la historia de Francis Fukuyama ni tampoco  en los inanes  planteamientos  del posmodernismo sobre la historia. Teorías que, con su difusión interesada, pues responden a determinados intereses y justificaciones político-económicas, quizás hayan favorecido también la extensión de esas representaciones del  pasado y el futuro. Aunque, como la reciente realidad  ha constatado reiteradamente, no respondan a realidades objetivas. Pues la propia historia (con su marcha galopante en los últimos tiempos) ha falsado (dejado sin evidencia)  la hegeliana tesis el final de la historia de Fukuyama, del mismo modo que los supuestos teóricos idealistas del posmodernismo han comenzado a ser retirados como trastos inservibles al desván de la historia de la filosofía.
Para el autor ese presentismo específico que  se extiende (calificar tal percepción como hegemónica, como hace nuestro filósofo, nos parece exagerado) en nuestro tiempo  actual y  que  ha producido ese descrédito  generalizado de la historia como maestra  del  presente y potencial partera del futuro, hay que ponerlo en relación directa con la percepción  que los individuos han empezado a tener de la realidad en que viven como efecto de ese gran conjunto de transformaciones que ha sufrido el mundo y que se han acelerado aun más tras crisis económica iniciada en 2008. Percepción que nuestro ensayista nombra con el concepto de “naturalización”. Se ha  producido una ruptura tan radical  con el pasado como consecuencia del gran poder transformador del complejo científico- técnico, que muchos han dejado de aceptar la creencia  de que el pasado pueda servirnos para entender nuestro presente  O, para otros que todavía piensan en clave de la teoría del final de la historia, dado que ya no es posible rebasar el horizonte del capitalismo liberal,  la idea misma de aprendizaje a través de la historia ha dejado de tener sentido. Y si (contra  Fukuyama y como demuestran los hechos) el mundo puede cambiar (desgraciadamente para mal) tampoco el aprendizaje por medio de la historia tendría sentido, porque cada vez está más generalizado el supuesto que si el mundo se transforma no es como el resultado de nuestra acción, sino de una evolución propia, cuyo control se nos escapa por completo.
Los que piensan así consideran también que el futuro ha devenido asimismo en algo obsoleto, puesto que en nuestro hoy ya toda posibilidad se ve realizada por medios técnicos. El futuro ya no es, pues, el tiempo de los proyectos de emancipación ni el de la cristalización de las utopías. Todo lo contrario: el futuro se ha vuelvo amenazador, porque el futuro que deja entrever el presente no es otro que el de la exclusión y el desamparo  para grandes sectores de la población.
             Las consecuencias paralizantes de ese proceso de “naturalización”  para cualquier intento de transformación del mundo en clave de justicia e igualdad son evidentes. Las injusticias se entienden  como meras desventuras, la codicia y la especulación que ha traído el capitalismo de casino y nos han llevado a este agujero sin fondo en el que estamos, no serían sino abusos derivados de la falta de responsabilidad de los individuos y no efectos nocivos  inscritos en las propias entrañas del sistema económico. La ruptura con el pasado que introduce esa forma de pensar nos deja  sin la posibilidad de una historia crítica que nos alumbre el presente, a la vez que la eliminación del futuro que implica nos desnuda de cualquier clase de de utopías y proyectos de emancipación y sus efectos movilizadores.  Además de que esa  ruptura con el pasado certifica inexorablemente nuestra propia caducidad: si nosotros nos declaramos “otros” y extraños  en relación con los que nos precedieron, lo mismo harán con nosotros los que nos sucedan.
            El contenido de la lúcida reflexión de Manuel Cruz es desde luego angustioso, pero cumple ejemplarmente, a través de ese análisis de esa percepción del pasado que se extiende, el papel de mostrarnos algunos de los males que padecemos y de los graves peligros que entrañan. No podemos ya decir que no fuimos advertidos.                                                      
    ( PUBLICADO EN EL SUPLEMENTO DE CULTURA DE LA NUEVA ESPAÑA, DE OVIEDO))





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