jueves, 30 de julio de 2015

LA DÉCADA ULTRA


                                                   LA DÉCADA ULTRA

                                   JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS                  
 
 
         
                                      

            Catedrático emérito de la Universidad Pompeu Fabra en la actualidad,  con sus setenta y cinco años , Josep Fontana no es sólo  uno de los historiadores más destacados del panorama historiográfico español, sino que goza también de un gran  prestigio como tal  en Europa y el ámbito latinoamericano. Excelente historiador de la economía española, su obra rebasa con mucho su especialidad y abarca un amplio registro. Fontana  ha dedicado una parte sustancial de sus investigaciones al análisis histórico de lo que se ha denominado la crisis del antiguo régimen en España y es autor  de una las más potentes   teorías  sobre el significado de la revolución liberal- burguesa en nuestro país.

 Pero también ha destacado el historiador catalán  como uno de los más agudos  y lúcidos analistas de la historia de la historiografía y sus cambios más recientes  en estos últimos tiempos en los que los  paradigmas dominantes en que se movía  esta ciencia desde la segunda mitad del siglo XX.  se han removido en sus raíces, sobre todo, por efecto del posmodernismo. Y como historiador coherente con un planteamiento teórico dentro de la tradición del materialismo histórico, la obra de Fontana ha incidido también en la función social de la historia y ha recogido su preocupación y ha tratado  acerca de la  enseñanza de la historia. Amén de haber realizado, como asesor de  la editorial Crítica, una impagable tarea en la publicación y difusión en España y América Latina de una gran parte de la mejor producción historiográfica mundial. Como puede deducirse de todo lo anterior, ningún historiador ni profesor de historia español  puede ser ajeno, para aceptarla plena o críticamente  o rechazarla,  a la labor historiográfica de Fontana. Y de ahí que la publicación de cada una de sus obras requiera su  inmediata y atenta lectura

  De en medio del tiempo. La segunda restauración española, 1823-1833 (Editorial Crítica, 2006)  es el último libro publicado por Fontana. Trata de cerrar con él su visión sobre la etapa de la crisis del antiguo régimen en España -de la que es, como hemos dicho. el gran especialista español, con un análisis de la última etapa del reinado de Fernando VII, el denominado decenio  o década absolutista (1823-1833).(El título es una frase literal del decreto de mayo 1814 por el que Fernando VII rechazaba la obra de las cortes de Cádiz e imponía la primera restauración absolutista de su reinado)

            El  autor de La crisis del Antiguo Régimen considera que la  década absolutista , del mismo modo que la figura de Fernando VII, han tenido un tratamiento historiográfico deformado tanto por la historia liberal como por el  posterior y más reciente revisionismo  de tendencia ultraconservadora practicado por los historiadores de la escuela de Navarra. La interpretación maniquea de la historiografía liberal, que  fue la que bautizó  como ominosa a la década absolutista  y  caracterizó al borbón como un  rey felón, no sólo era una visión ideologizada y simplista de ese decenio y del personaje real, sino, además, y esto era todavía más deformante, respondía a una subyacente  manera de entender la revolución burguesa española como una revolución fidedigna a los valores democráticos de de la revolución de 1789 y superadora del viejo sistema absolutista. Absolutismo que habría finalizado, pues,  en España con la segunda restauración de Fernando VII, tras diez años que fueron la expresión más acabada de la ignominia y los abusos que propiciaba y permitía ese régimen. El revisionismo de este período por parte de la derecha ultraconservadora revalorizaba, en cambio,  la figura del rey e interpretaba  concretamente ese decenio como diez años de reformas y desarrollo benefactor que condujo finalmente a la instalación de un liberalismo moderado y conservador.

            Ni una ni otra visión de la década es la interpretación  que nos  proporciona en este libro Fontana. Para nuestro historiador  la revolución burguesa no fue sino en España  un pacto entre las nuevas fuerzas que se desarrollaban en Europa y emergían en España y los viejos grupos privilegiados del antiguo régimen. Los ultras dominaron esta etapa y pretendieron infructuosamente  conservar la realidad social tal cual, sacando “de en medio del tiempo” todas las reformas liberales que en Cádiz y en el Trienio se habían adoptado. De modo que destacar  con gruesos trazos negros la obra del decenio y la figura de Fernando VII para conseguir el resalte, por contraste, con nítidos  rasgos blancos, de  la bondad del régimen liberal en España no es de recibo para  el historiador catalán. El nuevo sistema liberal dejaría intactos, en gran medida, los intereses de los grupos privilegiados e incorporaría los de las nuevas capas propietarias y, en  ambos casos, en contra los intereses de las capas  populares, sobre todo, las campesinas.

            Pero aún más carece de sentido de la realidad histórica la  interpretación positiva de los historiadores ultraconservadores. El cuadro que traza Fontana de la década absolutista y de la personalidad y actuación del rey es todavía más negro que el que nos habían presentado los historiadores liberales con el añadido de que la reconstrucción es en este caso minuciosa y concreta y va acompañada de la mirada  aguda, sarcástica y ácida del historiador.

El capítulo que dedica a analizar la represión y depuraciones de los liberales del Trienio  nos remonta, sin duda, a uno de los tiempos de mayor ignominia y fanatismo por los que ha pasado nuestra historia, que no ha sido precisamente parca en esos  episodios como sabemos.  Pero ese tiempo de brutalidad, persecución y silencio impuesto (se llegaron a cerrar las universidades) no sólo fue responsabilidad de los sectores ultra que le secundaron y le presionaron para mantener España fuera del tiempo, como pretende la historiografía revisionista del reinado, sino que el propio rey fue uno de sus más fervientes inductores. Lo demuestra  el que una vez restaurada la monarquía absoluta por segunda vez ,  comenzó nombrando  un   gobierno de ultras despiadados, dirigidos por aquel bípedo con sotana que  fue el canónigo Sáez, que alimentó la represión liberal, se negó a la concesión de la amnistía de los liberales  y  pretendió reimplantar la Inquisición. Lo que llevó  a las potencias absolutistas europeas que habían patrocinado la invasión francesa de la España del Trienio  a  forzar  su destitución y el nombramiento de un gobierno moderado e impedir la restauración de la Inquisición.  Fernando VII fue implacable con sus opositores, fuesen “negros”, esto es, liberales o  carlistas como ocurrió con los responsables de la revuelta de los Agraviados en 1827. El colmo de su piedad con  los opositores fue, por ejemplo, con motivo de la  celebración de su boda con Maria Cristina, sustituir la horca por el garrote vil u ordinario y aprobó verdaderos actos de crueldad como fue el de la ejecución de Cayetano Ripoll en Valencia.  

Su  apoyo a las políticas reformadoras no fue sino hacer de la necesidad virtud por la imposibilidad de mantener otra postura por la presión de las potencias absolutistas europeas o por tratar de remediar la angustiosa situación hacendística por la que atravesó la Monarquía en este decenio a causa de la crisis agraria, las ruinosas consecuencias de la guerra de la Independencia y la pérdida jamás aceptada por el rey y sus gobiernos de nuestras colonias americanas continentales. Situación que trató “inútilmente”- dicho sea en la doble acepción de la palabra- de remediar el ministro de Hacienda López Ballesteros. Labor que Fontana analiza con detalle y críticamente en estas páginas.

 La realidad fue que durante gran parte de la década  el poder de los ultras fue dominante en la corte y en el país a través de un instrumento, los voluntarios realistas y los apoyos de  la mayoría del clero  y del consejo de Estado, que fue el búnker desde donde se planeaba el obstruccionismo a las tímidas y pragmáticas reformas que trataban de imponer los moderados. Reformas que el rey no tenía más remedio que aceptar granjeándose con ello la enemiga del poder ultra que terminó apoyando al infante Carlos María Isidro y organizando el movimiento carlista, alimentado a partir de 1830 por la cuestión sucesoria. Cuestión sucesoria que, como es sabido, tuvo uno de sus principales episodios en  la intriga o conjura, como le denominaron después los cristinos, del Palacio de la Granja, en la que los ultras, con su presión sobre la reina consorte  Maria Cristina, consiguieron la revocación temporal de la Pragmática Sanción en beneficio de los intereses reales de Carlos María Isidro. Fontana reconstruye este episodio y nos da una nueva versión del mismo, en la que el protagonismo que se venía concediendo al  ministro ultra Calomarde pierde importancia y se resalta la decisiva  intervención indirecta que en él tuvo Metternich a través de algunos representantes del cuerpo diplomático.

  Desde luego que, a pesar de tratar de rebasar el esquemático retrato de Fernando VII, trazado por los historiadores liberales y reconstruir su compleja personalidad, el cuadro psicológico y moral que traza Fontana del monarca borbón, no le favorece en absoluto. “Cuando se siguen de cerca- escribe nuestro historiador- los incidentes de la vida de Fernando, se puede advertir la permanencia de unos determinados rasgos de carácter -cobardía, temor de que cualquier situación que pudiese conducir hacia la revolución, recurso a la mentira y a la simulación para sortear los momentos difíciles y capacidad de soportar todas la humillaciones en silencio, incubando un odio que aflorará en forma de venganza cuando llegue la hora del triunfo.. Pero, por encima de todo, hay en él soledad y desconfianza, una desconfianza que los años se encargarán de justificar al  ver que el fallaban todos aquellos en cuya lealtad había confiado, incluyendo a su hermano (…)”  

            Se ha dicho que Fontana con este libro ha introducido un nuevo registro en su  obra con la vuelta a la tradicional  historia de los acontecimientos y se dice esto con cierto matiz peyorativo. Pero me parece, en primer lugar, que es preciso tener en cuenta que el historiador catalán  ha escrito un libro de historia política referido a un tiempo corto  en el que, como es pertinente en esa clase de historia, se deben analizar  los acontecimientos con detalle. Lo que hace Fontana sin olvidar  sus relaciones con los otros aspectos históricos, a la vez que reconstruye el contexto internacional de esos hechos, aspecto del que no sabíamos gran cosa.  En ese sentido, el capítulo que dedica a los revoluciones de 1830 en Europa y su influencia en la política española  de  la década absolutista son de gran interés. Lo mismo que las relaciones de la España fernandina con el movimiento absolutista miguelista en Portugal.

 Además es preciso añadir, por otro lado, que tampoco abandona Fontana los principios teóricos que han constituido la base de su metodología historiográfica  Su concepción, dentro de la tradición del materialismo histórico, de una historia abierta en la línea del marxismo británico, concretamente de los planteamientos thompsonianos, ajena ya al etapismo  y de la  misión histórica y teleológica de la clase obrera del marxismo clásico, está presente en todas la páginas del libro.. La interpretación que realiza en ese sentido Fontana de la participación de una parte importante del campesinado y el artesanado español en las filas carlistas no responde, pues, a la visión tradicional que  la explica a través del influjo del púlpito sobre una masa inculta e iletrada; sino que esas capas sociales responden y actúan con una actitud consciente descontenta  con las transformaciones de una revolución burguesa como la española cuyos cambios dañaban claramente los intereses de esos grupos sociales. Pero sin que se produjese una  identificación plena con las elites ultras y contrarrevolucionarias que se oponían a ella.

 Todo lo cual permite entrever otras alternativas históricas que no se cumplieron, pero  que no implicaban el triunfo ineluctable de aquellos grupos sociales que fueron los beneficiarios de la implantación definitiva del liberalismo en España. Pues éste tenía poco de revolucionario, si de revolución social hablamos, y poco de democrático, si a los valores prístinos de la democracia contenidos en  los principios del 89, nos referimos. Tratar de explorar esos caminos alternativos que no triunfaron, es la tarea próxima futura  que se propone acometer Josep Fontana para dar por su parte como definitivamente terminado ese campo de investigación de la crisis del antiguo régimen en España que le ha acompañado a lo largo de toda su vida de historiador. Por el bien de los que amamos la historia seria, bien hecha y reconocemos la importante función social que tiene el conocimiento histórico, como es la historia que practica y difunde Fontana, nuestro deseo es que el historiador catalán  pueda cumplir con esa tarea. de recorrer  esos caminos que llevaban “ por el corredor que no tomamos/ hacía la puerta que no abrimos”.

                              LA EJECUCIÓN QUE ESCANDALIZÓ A EUROPA
                                                                                       J. A. V. I.
            Entre tanta represión, depuraciones y ejecuciones hubo una que por sus circunstancias  agravantes escandalizó a  Europa Fue la ejecución de Cayetano Ripoll, ocurrida en Valencia en 1826, condenado a muerte por un tribunal eclesiástico por “sus enseñanzas  impías” y  “reo de herejía formal.” Vestido con ropa negra, esposado y a caballo de un asno, fue llevado, la mañana del 31 de julio de 1826, a la plaza del Mercado de la ciudad de Valencia, donde la horca estaba instalada permanentemente, tan frecuente era su uso en estos años de terror. Murió serenamente y su cuerpo metido en un tonel pintado de llamas, lo llevaron a un puente lo lanzaron desde lo alto al río, en medio de los gritos y las burlas de los presentes (…). El nuncio del Vaticano en España comentaba, pocos días después, que Ripoll era un deísta fanático que corrompía a la gente con su falsa virtud. Sólo le preocupaba que los periódicos extranjeros se pusieran a criticar, como de costumbre, a los españoles y a la Iglesia. En efecto, unas semanas más tarde, el Times de Londres explicaba , a partir de una carta recibida en Madrid, la historia de la muerte de ese hombre que, según todas las noticias, era una persona caritativa que daba  a los pobres todo lo que no le era absolutamente necesario (…)”. Página 209..

  (PUBLICADO EN EL SUPLEMENTO CULTURAL CULTURA DE LA NUEVA ESPAÑA, DE OVIEDO)

 

UN PASADO QUE NO PASA


                                                  UN PASADO QUE NO PASA

       

 
ALBERT SPEER

                                            
 
                                                         JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS

            Alimentada ahora por las explosivas  y acusatorias declaraciones de Saramago de que las antiguas víctimas se han convertido hoy, en Yenín, en verdugos, la interrogación sobre Auschwitz no sólo  sigue siendo plenamente vigente, sino que, incluso, ha adquirido notoria actualidad. En efecto, el famoso Debate de los historiadores alemanes en los años ochenta sobre el significado del nazismo continúa reproduciéndose incesantemente en los últimos tiempos. Como demuestra la continua y  abundante  producción historiográfica  sobre el tema, Alemania sigue tendida en el diván del sicoanalista preguntándose el porqué de aquel descenso a los infiernos que supuso el nazismo, y cuál la responsabilidad en él del pueblo alemán. Responder que fue la obra de un demente que logró, con su magnetismo personal, implicar a todo un pueblo, puede ser una respuesta justificadora, pero nunca satisfactoria para los historiadores. Y desde luego no es válida para una asunción crítica de su pasado por los alemanes. La única posibilidad de “exorcizar” aquel tiempo de horror es tratar de comprender y explicar lo que pasó y esa explicación, desde luego, no implica- como mantienen algunos- ninguna clase de justificación para ese pasado de barbarie que si bien fue nefasto, debe dejar de ser para siempre nefando, innombrable. Y más hoy en que la sombra del fascismo vuelve a ser alargada.

            Entre las innumerables e importantes  obras que se han publicado en España después de la biografía de Hitler de Kerswasch, que marca un antes y después en la bibliografía sobre el nazismo, hay que destacar estas dos memorias recientemente publicadas  de sendos actores de aquel tiempo sombrío de amenaza y dominio de la Bestia. Además de pertenecer, no a la pequeña burguesía que fue la base del Partido Nazi, sino a familias acomodadas de la burguesía alemana, lo que une, sobre todo, a ambos autores es, paradójicamente, la dialéctica que vincula a las víctimas y verdugos. Porque lo que separa a las dos obras es su finalidad: una, escrita desde la perspectiva de las víctimas, tiene como propósito principal la denuncia del nazismo y el intento de hallar una explicación para la participación en él del pueblo alemán; la otra, realizada desde  la de los verdugos, bajo el explícito objetivo de exponer el autor su papel en el gobierno nazi y aceptar su responsabilidad por ello, no es sino una inteligente y hábil autojustificación a  posteriori de su conducta.

 Historia de un alemán ( Destino, 2002) es una memoria de juventud del escritor y periodista alemán Sebastián Haffner. Fue escrita  1939 y ha sido  recuperada y editada ahora tras su muerte. Con un brillante estilo que aparenta esa sencillez que nace de la complejidad, pleno de ironía, fino humor y desbordante de desprecio por los nazis, Haffner, desde la perspectiva de su experiencia vital, que es la de un miembro de la generación que nace con el siglo, nos cuenta cómo vivió esa generación de alemanes la Gran Guerra y la convulsa historia alemana posterior de la Republica de Weimar, ambiente histórico que fue el caldo de cultivo para la emergencia del fascismo y su llegada al poder.

Dos apreciaciones de Haffner llaman poderosamente la atención por su pertinencia. La primera es que, contra la idea expuesta por algunas de la interpretaciones de los fascismos, descarta a  los excombatientes de la Gran Guerra como uno de los actores básicos del nazismo. E identifica, en cambio, a su generación, la nacida entre 1900-1910, como la que, principalmente, se comprometió con él y lo apoyó. Porque, primero, sus miembros fueron impregnados , desde la infancia y la adolescencia, del ambiente bélico, pero teniendo de la guerra sólo una experiencia indirecta, como si de un patriótico juego se tratara. Para, después, caer  en el descontento, por las consecuencias para Alemania de la derrota, y por el temor de la inseguridad derivada de la evolución caótica de la  Alemania weimariana.

 Pero, sobre todo, llama la atención cómo en este libro, escrito en 1939, es decir, después de haberse producido ya algunos de  los episodios y acciones antisemitas del nazismo, pero, años antes, todavía, de que la “solución final” comenzara a tomar cuerpo, el escritor alemán  vaticinó y supo ver el alcance  trascendente y singular del Holocausto.   

           Las Memorias de Albert Speer ( El Acantilado, 2001), arquitecto y ministro de Armamento de Hitler, están escritas en los años cincuenta en  Spandau, donde cumplía condena de veinte años impuesta por el Tribunal de Nuremberg. Y fueron retocadas, después cuando salió de la cárcel con el asesoramiento de sus editores y del historiador alemán J. Fest.. Su finalidad no es otra que  la justificación de su actuación como dirigente del régimen nazi. Pero todo parece indicar que con esa reelaboración posterior se trató de rebasar esa originaria finalidad exculpatoria y darle un enfoque de crónica histórica del nazismo a través de las impresiones y recuerdos del autor sobre aquellos hechos que vivió directamente y de aquellos siniestros  personajes que formaron la cúpula del Tercer Reich con los que convivió íntimamente.

       De los dirigentes nazis que se juzgaron en Nuremberg, Speer fue uno de los pocos que se defendió aceptando su responsabilidad en los  terribles crímenes del nazismo . Pero lo hizo negando su participación directa en ellos. Sólo reconoció su responsabilidad indirecta, derivada de su colaboración con el gobierno de Hitler.

        Negó siempre tener conocimiento del genocidio judío. Únicamente, admite que, ya casi al final del dominio nazi, le llegaron rumores sobre los campos de exterminio, rumores que, temeroso de lo que podría averiguar, no trató de confirmar. Pero las numerosas  contradicciones que emergen de su texto demuestran la futilidad de sus esfuerzos justificadores. Su propio miedo a saber la verdad de la atrocidad que se estaba cometiendo con los judíos es la mejor demostración de que, aunque no conociera los hechos concretos,  in pectore, al menos,  sí sabía  lo que estaba pasando. Ni sus críticas al trato infrahumano de los trabajadores en las fábricas de cohetes gestionadas por las SS, le eximen tampoco de su responsabilidad acerca de la condición de esclavos y las deportaciones masivas de trabajadores de los territorios dominados de las que fue responsable  como ministro de Armamento. Así como su insistencia en no haber leído Mein Kampf, queda invalidada cuando, en su relato, justifica con la propia Biblia nazi su intento frustrado, al final de la guerra, de eliminar a Hitler.

           Pero, sobre todo, lo que difícilmente puede justificar es su responsabilidad directa  en haber puesto en pie una maquinaria bélica cuya objetivo final era que la Alemania nazi dominase el mundo por la fuerza, imponiéndole su pretendida hegemonía racial. Y lo cierto es que en ello demostró una gran eficacia, a pesar de las continuas interferencias y megalomanías de Hitler. Por ello, llegó a alcanzar un rango muy elevado en la corte hitleriana  y en la estima del caudillo fascista hasta llegar a ser considerado, antes de caer en desgracia, como uno de los probables sucesores del Führer.

 En su descargo, Speer insiste, sobre todo, en un hecho. Hitler, como una expresión más de su mesianismo ideológico, consideró, cuando la derrota era inminente, que su fin debía de ser también el de Alemania y los alemanes por no haber  respondido éstos a las expectativas de raza y nación superiores que él les había atribuido. En consecuencia, concibió el bárbaro proyecto de llevar a cabo una destrucción total de las infraestructuras y economía alemanas y de los territorios ocupados antes de que fuese definitivamente derrotado. Speer , con su oposición encubierta a ese nihilista deseo de Hitler, consiguió que no llegara  a ejecutarse.

Si los esfuerzos justificadores de Speer no convencen, en cambio, sí hay que reconocer que sus memorias son una fuente básica para la reconstrucción del funcionamiento interno de aquella  corte hitleriana, de sus intrigas y luchas por el poder y del papel y carácter de sus dirigentes, así como de los rasgos psicológicos, actitudes y  decisiones  de Hitler en los principales acontecimientos de la guerra.

La imagen que nos transmite de Hitler tiene poco que ver con la que difundió la propaganda de Goebbels. A parte del magnetismo personal que, dice,  emanaba en determinados momentos de su persona y bajo cuyo influjo él reconoce que también cayó, Speer lo ve como un pequeño burgués con escaso nivel cultural, cuya principal faceta era ser un diletante en todo; que prefería las operetas a la ópera y  las comedias, y los espectáculos frívolos al cine y al teatro serios. Curiosamente, su descripción psicológica de Hitler encaja perfectamente con la ambivalencia formal de la ideología nazi. Por una parte, en coherencia con el racionalismo instrumental fascista, es capaz de comportarse como una persona racional y fría, lúcida y con gran autodominio en momentos difíciles, y confiar y utilizar la tecnología bélica más avanzada. Por otra, congruentemente con el irracionalismo trufado de violencia y la moral pequeño burguesa de los nazis, adopta actitudes supersticiosas e irracionales como creer ciegamente que su destino es, como el de Alemania, providencial; o ser insensible al sufrimiento y muerte de cientos de miles de soldados alemanes para conseguir sus designios, y a la vez, mantener unas actitudes pudibundas en su relación con Eva Braun. Con mirada crítica y despreciativa caracteriza Speer, también, a casi todos los personajes de aquella fauna que pululaba por la corte nazi. La descripción del segundo personaje en rango del régimen, Göring, es la de un personaje histriónico, con gustos de nuevo rico, corrupto, depredador de los museos pictóricos de los países ocupados para enriquecer su colección pictórica particular, y adicto a la morfina. Y nos descubre el gran poder que tuvo Bormann como secretario de Hitler y representante directo del partido nazi ante el dictador. Poder que le convirtió en el centro de las muchas intrigas que , por activa y pasiva, se tejieron entre la  camarilla que dominaba la corte hitleriana.   

Todo el contenido del libro de Speer encaja perfectamente con la clásica interpretación del nazismo como movimiento político llevado a cabo por sectores de la clase media y pequeña burguesía portadores de los intereses del gran capital. La política de la producción de armamento del arquitecto y ministro de Hitler se basó en la autorresponsabilización de la industria privada para contribuir a las demandas crecientes del rearme alemán y, a lo largo del libro, las referencias de la contribución de los “jefes de la industria” son numerosas. En un discurso pronunciado, al final del período nazi, ante los principales empresarios alemanes dándoles las gracias por su apoyo en la guerra, el propio Hitler llegó a decir: (...) el fomento de la iniciativa privada es la única premisa  que permite la evolución real de toda la humanidad. Cuando esta guerra acabe con nuestra victoria, la iniciativa privada de la economía alemana vivirá su mejor época (...)”.

La lectura de estos dos libros nos permite comprender bien por qué aquel pasado, para el país de los verdugos, Alemania, es un pasado que no pasa. Y cómo para los alemanes de hoy , si quieren encarar rectamente su futuro, sigue siendo necesario no caer en su olvido, ocultarlo  o deformarlo  como quiere el revisionismo del Holocausto, sino llegar a  su comprensión para- renegando de él- asumirlo y integrarlo en su memoria histórica. Del mismo modo que nos lleva a entender que, para las víctimas, los judíos, sea un pasado indeleble. Pero, desde la perspectiva actual, es decir, mirando Auschwitz desde Yenín, ese pasado también debe de ser un espejo para que los judíos viéndose reflejados en él como víctimas, no puedan utilizarlo como justificación para convertirse en verdugos.    

                       

 

                                EL  ARQUITECTO DE HITLER

                                               J. A. V. I.

        Hitler tuvo verdadera pasión por la arquitectura. Fue, en realidad, un arquitecto frustrado. Speer pasó a formar  parte de su círculo íntimo por ello. El dictador nazi concibió la arquitectura como elemento de propaganda y expresión simbólica de la ideología nazi. Proyectó y construyó en un tiempo récord la Cancillería del Reich y un descomunal anfiteatro en Nuremberg para las reuniones del Partido y fue el diseñador de aquellas monumentales escenografías, llenas de banderas, águilas y esvásticas que servían de marco para las actuaciones públicas de Hitler. Y éste le encargó sus dos  más queridos y megalómanos proyectos: la reordenación de Berlín y completar el campo del Partido de Nuremberg. El Fuhrer pretendía transformar Berlín en la capital de su futuro Imperio mundial. Se trataba de imitar a París, pero  superándola. El proyecto implicaba la construcción en el centro de Berlín de una avenida de mayor longitud y anchura que los Campos Elíseos. Ésta terminaría en un Arco de Triunfo, de varias decenas de metros más elevado que el parisino, y daría paso a una gran plaza denominada “Adolf Hitler”. Detrás de ese conjunto, se construiría la Gran Sala con una cúpula netamente superior en altura que la del Vaticano. La cúpula estaría coronada por el águila imperial que tendría entre sus garras la bola del mundo.

 (PUBLICADO EN EL SUPLEMENTO CULTURAL, CULTURA, DE LA NUEVA ESPAÑA DE OVIEDO)

jueves, 23 de julio de 2015

EL GRITO SILENCIADO


                REYES MAGOS DE ASTURIAS PARA LOS NIÑOS AFGANOS              

                                                  JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS
                                      

Oculta tras la  “burka”, Anna Tortajada realizó un viaje clandestino al Afganistán de los talibanes. La denuncia que realizó en su libro El Grito silenciado del horror  en que allí vivían mujeres afganas tuvo un gran impacto solidario en Asturias. Dio lugar a la creación en 2001 de la Plataforma Xuvenil d´ayuda a les muyeres afganas formada por los Consejos de la Juventud y las asociaciones juveniles de mujeres que se integran en éstos. Esta Plataforma llevó a cabo en Asturias una amplia y eficaz labor informativa, de sensibilización sobre la situación de Afganistán y la situación de miseria y precariedad en que vivían  los centenares de  miles de refugiados que habían huido del aquel horror y, en especial, de los que más sufrían aquellas situación que eran las mujeres y los niños.

La derrota de los talibanes tras el 11 de septiembre ha puesto fin a aquella pesadilla que sometía a las mujeres a la dictadura de la burka  y prohibía a las niñas afganas la asistencia a la escuela, además de  las otras muchas discriminaciones y maltratos a que estaban sometidas. Pero estos problemas y los demás del pueblo afgano siguen todavía en gran medida sin solucionar. Las promesas de EE. UU y la comunidad internacional no se han cumplido. La reconstrucción de Afganistán, como siguen denunciando numerosas ONG, está parcialmente paralizada. La democracia prometida sigue sin hacerse realidad y “los señores de la guerra” controlan y dominan gran parte del territorio. Incluso, las vejaciones hacia las mujeres, que fueron, además de la captura Bin Laden, una de las principales justificaciones de “la intervención humanitaria” de EE UU, siguen siendo habituales en algunos de  los territorios de esos “·señores de la guerra”. Como ocurre en el del dictador Khan, donde la presión social obliga a las mujeres a seguir vistiendo la “burka”, y continúan siendo sometidas a otras bárbaras  discriminaciones de género. 

En esta situación la necesidad de apoyo al pueblo afgano continúa. Y con ese objetivo, centrado ahora en la ayuda a los niños, acaba de ser editado en Asturias por la referida Plataforma Xuvenil d´ayuda a les muyeres afganas, con financiación del Instituto Asturiano de la Mujer, Consejo de la Juventud, Forma y la Universidad de Oviedo, un libro ilustrado titulado  ¡Sahar, despierta!   cuyos beneficios irán destinados a la realización de programas de la organización HAWCA de ayuda a Afganistán. La autora de los textos es Anna Tortajada y las ilustraciones han sido realizadas por Antonio Acebal.

Sahar es una niña afgana, miembro de una familia de refugiados del terror talibán que malvive en un campo de refugiados y tras la derrota de éstos inicia su vuelta a Afganistán al pueblo de sus padres. Allí sólo encuentra desolación y muerte y la familia tiene que regresar a Kabul., donde Sahar podrá ir por primera vez a la escuela. Ese día es, sin duda, un gran día en la vida de  Sahar. Nunca  pudo ir a la escuela en su país por el fundamentalismo discriminador de los talibanes; tampoco en el campo de refugiados por la pobreza. Allí se dedicaba a cuidar de su hermano mientras su madre busca comida, mendigar con los otros niños o arrastrar un saco de plástico en el que recogía en las basuras papeles, cartones, trapos y mendrugos de pan. Por eso, al contrario de lo que ocurría en su vida anterior, Sahar no remolonea este día. Se levanta de un salto, cuando recién llegada a Kabul, su madre la despierta para ir por primera vez en su vida a la escuela.

No son migajas de caridad lo que necesita Afganistán ni los niños afganos, sino   paz con justicia, no “infinita”, sino concreta, y también solidaridad internacional con ayuda desinteresada, no “derecho humanitario” a la fuerza. No podemos quedarnos únicamente en que los Reyes magos inviertan la dirección de su  viaje, de Occidente a Oriente, de Asturias a Afganistán, y recordar sólo en Navidad a los niños, mujeres y todo el pueblo afgano. La solidaridad con Sahar bien puede iniciarse con el gesto navideño de comprar este libro. Pero lo esencial es que este punto de solidaridad se convierta en una línea continua de apoyo y ayuda para el pueblo afgano, que  no sea un gesto aislado que sirva para adormecer nuestra conciencia, sino el punto de arranque de un conjunto de actos sin fecha fija, pero con duración determinada. Hasta que Sahar no considere su asistencia a la escuela como algo extraordinario, sino como un derecho más como el que tienen todos los niños de Occidente. Hasta que Sahar, como nuestros hijos,  remolonee en la cama  cuando su madre la llame para ir a la escuela. Hasta que, para el pueblo afgano como para nosotros, los Reyes magos vuelvan a venir de Oriente. Será sólo entonces cuando Afganistán habrá sobrepasado definitivamente la meta impuesta de la “libertad duradera” y pueda comenzar a caminar por su propia voluntad hacia la libertad posible.

( PUBLICADO EN EL SUPLEMENTO CULTURAL DE lA NUEVA ESPAÑA, DE OVIEDO) 

 

 

 

 

¿ TIENE FUTURO LA SOCIALDEMOCRACIA?


                      ¿TIENE FUTURO LA SOCIALDEMOCRACIA?

                                                      JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS

 

Tony Judt
            Este pequeño gran libro (doscientas páginas más o menos) es la última obra (Algo va mal ,Taurus, 2010)   del historiador británico  Tony Judt. La escribió durante el desarrollo de la enfermedad  ( ELA, una variante de esclerosis lateral amiotrófica) que le fue dejando progresivamente paralizado a lo largo de dos años y le llevó finalmente  a la  muerte este pasado  verano. Por esa circunstancia y su contenido estamos ante algo así como su testamento político. Intelectual de firmes convicciones socialdemócratas que defendió en la vida pública tanto frente al socialismo revolucionario como el capitalismo neoliberal, Judt se  plantea en sus páginas si tras la debacle del comunismo realmente existente y el fracaso del capitalismo globalizado,  es aún posible la vuelta a los sistemas socialdemócratas que agonizan en Europa Occidental hace tres décadas por el impacto de las política neoliberales. Sistemas socialdemócratas que, tras varios decenios de generar un  gran crecimiento económico después de la Segunda Guerra Mundial, construyeron además los Estados de bienestar que estamos viendo desmantelar ante nuestros ojos en la era del neoliberalismo y están hoy en inminente peligro de extinción (si no reaccionamos adecuadamente) a causa  de la grave  crisis financiera y económica actual.   

            Para responder a esa pregunta, nuestro historiador  hace una documentada descripción de las consecuencias que han traído estos treinta años de neoliberalismo: desigualdad  y falta de equidad entre y dentro de los estados nacionales actuales  con la patología social derivada de ello como el aumento de la pobreza  y del desempleo de los jóvenes y las clases populares  e, incluso con la vuelta al crecimiento del diferencial  de la esperanza de vida entre clases y, a nivel global, los efectos potencialmente explosivos  del cambio climático, amén de otra lista innumerable de temores ( fundados) que lidera el que produce el terrorismo internacional. Y realiza además  un denso y matizado repaso de la historia de esa anterior etapa socialdemócrata destacando sus logros, pero también sus errores. Para Judt, las causas de su declive están no sólo en la desafección de las clases medias por el elevado costo del Estado del bienestar (clases medias que fueron durante su vigencia uno de los sectores sociales que también se benefició de los servicios públicos que aquellos regímenes establecieron), sino también por  los  propios excesos y errores que los políticos socialdemócratas cometieron. Pero, fundamentalmente, el autor de Postguerra  considera que el factor decisivo de ese hundimiento de la socialdemocracia  está en el propio  declive  que el Estado-nación ha sufrido con la globalización capitalista que ha traído consigo la pérdida de su autonomía y de su control de la economía.       

              Sin embargo, la consecuencia más grave para Judt de esa expansión globalizada del capitalismo neoliberal (y, por tanto, uno de los flancos  que habría que atacar para reimplantar una nueva realidad socialdemócrata) es la hegemonía ideológica  que ha conseguido implantar el neoliberalismo (eso que refiriéndose a la cultura formalizada se conoce como postmodernismo) y ha supuesto la difusión de una mentalidad ( sobre todo en nuestros jóvenes) pragmática, falta de valores o, por mejor decir, llena de valores que no responden a ningún ideal de transformación, sino que están afectados por el “síndrome de la Escuela de Negocios”, o sea,  simplemente situarse en la vida con un  empleo estable de elevado sueldo. Todo lo más algunos sectores de las nuevas generaciones se mueven por los valores autorreferenciales del postmodernismo como el feminismo, los derechos de los gays y las políticas de identidad.   

¿Tiene futuro en el contexto actual la socialdemocracia? Judt responde afirmativamente a ese interrogante. Como buen  historiador piensa que todo presente hunde sus raíces en el pasado y desde él debe de explicarse,  y  que, a su vez, el futuro tiene también que  construirse siempre  teniendo en cuenta las experiencias de ese pasado.  Por tanto, si queremos que la socialdemocracia vuelva a tener un futuro debemos basarnos y volver la mirada hacia las  políticas socialdemócratas con Estado de bienestar que Europa occidental (y hasta Estados Unidos en cierta medida) vivió tras la segunda conflagración mundial  Eso sí. Siempre y cuando sepamos evitar los errores cometidos en aquella etapa  como la falta de racionalización de que adolecieron esas políticas en algunos momentos y ciertos países, o la excesiva cerrazón con que vivió cada uno de aquellos Estados-nación su experiencia socialdemócrata. Del mismo modo (como ya hemos dicho) que para ello también sería condición necesaria revertir ese vacío de valores e ideales que nos ha traído el neoliberalismo, colmándolo con los valores de la igualdad, la equidad y, en suma, la justicia social. De ninguna manera se puede aceptar  “la teología” neoliberal que nos quiere hacer creer que la globalización es una tendencia natural, irreversible y, por ende, indomesticable, que se escapa a la voluntad de los hombres. Como tampoco que esa globalización necesariamente vaya a hacer desaparecer  el que fue y debe seguir siendo el agente del Estado de bienestar, el Estado-nación. Para Judt, al contrario que para muchos teóricos del socialismo, no existe, pues, ninguna  contradicción interna  entre  la economía capitalista que los socialdemócratas aceptan y las limitaciones de la libertad de mercado e intervención en la  producción que la construcción del Estado de bienestar exige y con las que las políticas socialdemócratas tratan de embridar al capitalismo.

Por si esta recensión no hubiese podido convencer a mis improbables lectores del interés de este libro ( sobre todo para las nuevas generaciones) que nos ilumina en gran medida sobre el malestar de nuestro tiempo, puedo aportar otro dato que quizás sea más efectivo que mis pobres palabras: su primera edición se agotó (al menos en Asturias) en la primera semana de su publicación. De hecho, este comentario crítico ha tenido que esperar a la segunda  para poder realizarse. Lo que, desde luego, no es  habitual y mucho menos en estos tiempos de dificultades económicas para (casi) todos..     

( PUBLICADO EN EL SUPLMENTO CULTURAL DE LA NUEVA ESPAÑA DE OVIEDO)  

 

martes, 21 de julio de 2015

"·El ángel rebelde" en la Semana Negra de giijón

El autor con Paco TaiboII y y Ángel de la Caller
Firma de ejemplarfes

            PRESENTACIÓN DEL LIBRO !eL ANGEL REBELDE.BIOGRAFÍA APÓCRIFA DE JULIO ANTONIO MELLA", DE JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS EN LA "SEMANA NEGRA" DE GIJÓN ( 2015)
Portada del libro

viernes, 17 de julio de 2015

LOS RELATOS DE ESPAÑA


                                        LOS RELATOS DE  ESPAÑA

                                                      Julio Antonio Vaquero Iglesias

        
   
Historias de las dos  Españas (Taurus, 2004) del historiador Santos Juliá no sólo  trata de los “relatos” que los intelectuales españoles nos han ido contando a lo largo de la edad contemporánea sobre la historia de España, sino que intenta ser también una historia de esos intelectuales que los construyeron y, sobre todo, de la intelectualidad que los difunde. Estamos, pues, ante un intento loable y conseguido en cierta manera de trazar una historia de los intelectuales españoles contemporáneos. Santos Julíá era, desde luego, por sus trabajos previos, uno de los historiadores españoles más idóneos para llevar a cabo esta tarea.  Algunos de esos trabajos, de excelente contenido y factura, fueron publicados  como artículos en  la revista Claves de la Razón Práctica,  tales como los referidos a los intelectuales falangistas liberales de la guerra civil y del primer franquismo o el dedicado a los discursos sobre la historia de España entendida como anomalía y  en el que ya estaba en germen el contenido de este libro.

            No es que este libro sea el primero y único sobre este asunto. Tenemos algunos excelentes como el de Javier Varela, que denomina “novela” a esas visiones de la historia de España, y los de  Sisinio Pérez Garzón y José Álvarez Junco sobre el contenido y la construcción de discurso histórico  del nacionalismo español. Pero lo singular o específico de este último de Santos Juliá  es, en mi opinión, el enfoque o modelo teórico desde el que se escribe. Ese enfoque supone el fijar el punto de atención, tanto en  al contenido de esos “relatos” de las historias de las dos Españas, como en la caracterización sociológica y en el modo de ser, percibirse y actuar de sus autores, los intelectuales o la intelectualidad, esto es, el grupo generacional. Además de que el contenido del libro abarca todo el arco de la historia contemporánea y trata tanto los discursos del nacionalismo español como de los del periférico. Visión de conjunto que no existía. Aunque, en el caso del discurso del nacionalismo periférico, nuestro autor sólo trate del catalán y no del vasco. Lo que deja un clamoroso e inexplicable por inexplicado hueco en el libro.

            Veamos, pues, a continuación esos dos aspectos. Lo que en Javier Varela era “novela”, y en  la aportación de Sisinio Pérez Garzón y, en cierto sentido, en la de José Álvarez Junco, discurso ideológico, aquí es “relato”. Juliá  atribuye a esas visiones de la historia de España de nuestros intelectuales la condición de “grandes relatos”, esto es, adopta la categoría analítica del posmoderno Lyotard. Desde esa perspectiva posmoderna, los grandes relatos son o tienen poco que ver con los análisis historiográficos  de carácter científico, son construcciones, según la terminología posmoderna, metahistóricas. Desde ese fundamento teórico, se les niega, pues, su condición de discursos ideológicos que, en otro modelo teórico más “duro” que el posmoderno, deberían ser objeto del análisis historiográfico relacionándolos con los otros niveles de  de la realidad histórica para explicar, no sólo comprender, el proceso histórico total y la función  que, dentro del mismo, ejercen tales discursos.  De ahí que Juliá, aunque no se limite únicamente al análisis de los contenidos de esos relatos, no vaya más allá de la contextualización política y social de la situación histórica concreta  desde la que se emiten. Lo que, por otra parte, no es poco, dado que todavía frecuentemente  los historiadores  no  practican tal contextualización en sus análisis de los discursos ideológicos y  porque, además, dentro de ese, a nuestro entender, limitado enfoque, Juliá se muestra como un consumado historiador no sólo por la gran capacidad de análisis y el profundo conocimiento que tiene  de la bibliografía y las fuentes que maneja, sino también por las brillantez de su forma de exposición.

               La influencia del posmodernismo no sólo se limita a Lyotard, sino que el autor también toma, en este caso, de un historiador posmoderno, Hayden White, sus análisis sobre la estructura y la forma de los “relatos”. Los relatos de la nación que Juliá va reconstruyendo, a partir de los escritos públicos, no privados, de nuestros intelectuales  contemporáneos, responden a una tipología constante. Son  narraciones  en las que la trama del relato, casi siempre trágico, pero con un posible final feliz,  parte de un núcleo argumental, la consideración de  que la  nación actual, la coetánea del intelectual que la interpreta , sea ésta  la española o la catalana, está destruida  por una anomalía ocurrida durante su desarrollo histórico, sea ésta  la intervención de una monarquía extranjera o un pueblo invasor, o la influencia de una cultura o nación extraña a su ser nacional, o la acción de una masa amorfa que  ha pervertido la esencia de la nación. Esencia de la nación que garantiza la unidad nacional y se identifica con la asunción de un determinado elemento nacional en cada relato como pueden ser la libertad del pueblo, la religión católica, una identidad basada en la  raza, o la existencia de un pueblo consciente. El relato se construye desde el presente, busca su  justificación en el pasado y se proyecta hacia un cambio en el futuro con la erradicación de la anomalía.

Ésa es la estructura y la trama argumental que el autor constata en todos los relatos de los intelectuales españoles contemporáneos sobre la nación. Relatos sobre la nación, porque la reconstrucción comprensiva que Juliá realiza de los temas tratados  por éstos, nos muestra, según él,  un contenido polarizado  por el asunto de   España como nación. Y en todos ellos aparece una España desdoblada. La que participa de la esencia de la nación y aquella otra que expresa y  participa de la anomalía: la vieja y la nueva España, la España oficial y la real, la España verdadera y la Anti- España. Tales relatos sobre la nación componen, pues, la historia de las historias de las dos Españas. Sus autores, los intelectuales, las difundieron a través de la palabra escrita o la voz. Y para ello utilizaron variadas plataformas, organizaciones e instrumentos de intervención en los espacios públicos, desde el libro, la prensa y la tribuna al mitin y la protesta en la calle  y desde los partidos a las organizaciones no partidarias, pasando por muchas otras formas. Esos intelectuales, casi siempre, sobre todo a partir de fines del siglo XIX, no actuaron de manera individual, sino relacionados entre sí agrupados en  marcos generacionales,      

  En coherencia con tales planteamientos, Santos Juliá desarrolla detalladamente en cada uno de los diez capítulos que componen su libro, tanto los contextos y el contenido de los relatos sobre España de las diferentes generaciones de intelectuales, como algunos de sus rasgos sociológicos y los procedimientos que emplean para su labor de difusión.

Comienza el autor, en el primer capitulo,  con los relatos  de los “escritores públicos” (todavía no existía el término intelectual y no se había producido la separación entre los políticos profesionales y los escritores) de la revolución liberal distinguiendo entre el discurso sobre la nación de los liberales revolucionarios, que inventan la nación para contar la revolución, y el de los liberales conservadores que, frente aquellos, buscan en la religión católica la esencia y la unidad de la nación que los revolucionaros, según ellos, destruían introduciendo entre los españoles doctrinas ajenas a las esencias patrias..

Tras el fracaso del Sexenio Democrático, se recompone el relato nacional. Los krausistas e institucionistas ven la anomalía en la ignorancia del pueblo español y depositan en la educación  a largo plazo la solución. Mientras que los del “98” ven ante ellos masa y no pueblo e incluso degeneración de la raza. Con tanta tragedia encima no es extraño que  pronostiquen  la muerte de la nación como fundamento para que se produzca  una nueva resurrección,  pero su acción se limita a protestar y agitar a la masa  para después irse a casa y esperar sin hacer nada a que la muerta resucite (2º capítulo).        

           Los intelectuales catalanes construyen primero el relato de la “doble patria” para después, pasando del regionalismo al nacionalismo, desarrollar el de la nación única dormida que hay que despertar y conseguir articularla en el Estado español, tratando de obtener primero la hegemonía cultural en su nación y después participar del poder político (3º capitulo).

            La generación del 1914, con Ortega a la cabeza, supone el final de la protesta lastimera y  sin fin de los noventyochos y el intento de encauzar a través de la política el desvío de Europa que había sufrido España, desvío que era el nervio crucial de su relato. La función del intelectual era para ellos ayudar a formar una minoría selecta que penetrase, educase y condujese a la masa. Y su forma de actuar a través del libro, el artículo, la conferencia y la formación de agrupaciones de intelectuales que no fueran partidarias. Aunque casi todos ellos, incluido Ortega, se dejaron llevar por el canto de sirena que era la retórica de Melquíades Älvarez y formaron  un tiempo parte  de la criatura de éste: el Partido Reformista. Clarificada la posición del reformismo con su colaboracionismo con los  decrépitos gobiernos dinásticos de la Restauración, muchos de los intelectuales de esa generación abandonaron el barco monárquico que hacia aguas por todas las partes y se mostraba inviable para cualquier reforma democrática del régimen, se hicieron republicanos de verdad y trataron de establecer relaciones con el partido socialista o crear su propio partido de intelectuales como fue el caso de Azaña. Éste desarrolló el relato  de España- valoro yo, no el autor- que más se pareció a una  interpretación historiográfica de la historia de España y que, por cierto, más allá del mito de la nación desviada de su esencia, tomaba su fundamento de la historia inmediata, la de revolución liberal- burguesa y de  la  lucha de clases. Era el discurso de la revolución popular y democrática. Esto es, vuelvo a interpretar yo, no el autor, casi  un antirrelato (capítulos 4 Y 5ª).

             En el marco, en España, de la caída de la Dictadura de Primo de Rivera y, en el plano internacional, en el de de  la crisis de las democracias y el surgimiento de los fascismos y el avance de la Rusia soviética, los intelectuales de la nueva generación la del 27 y la guerra o bien adoptaron, la mayoría, la actitud de apoyo del antifascismo o bien, los menos, la defensa de éste. El relato de España dominante durante la guerra civil fue para los primeros el de la lucha del pueblo español  contra los invasores y traidores (capítulo 6º).

            En la primera etapa de la era franquista, se desarrollan los relatos y las actividades  de los intelectuales que representan a los vencedores de la guerra civil. Por una parte, los católicos, tanto los totalistas que venían de Acción Española y Renovación Española, como los gradualistas, cuyo origen estaba en Acción Popular y en la CEDA. Por otra, los fascistas. Los primeros, los católicos dedicados a reconquistar para Cristo la sociedad y el Estado, insistiendo en la difusión del relato que consideraba su España, la de los vencedores, como la única verdadera  y la otra, la de los vencidos, como la Anti- España. Los segundos tuvieron como objetivo  construir el nuevo Estado totalitario. Son los que se han denominado falangistas liberales y que, con plena razón, Juliá considera que de liberales no tuvieron nada. Ni en su actividad política ni en su recuperación, a través de la revista Escorial, de algunos de los escritores del bando de los vencidos como Antonio Machado. Su tarea política fue derribar los restos que quedaban del régimen liberal, construir un Estado totalitario e intentar imponer una política imperialista. La integración de los intelectuales del otro bando se planteaba desde la subordinación de sus principios a los del nuevo régimen o, al menos, de su aceptación de un silencio cómplice. Pasada la etapa fascista del régimen, en los años cincuenta,  esas dos clases de intelectuales, los católicos y los de procedencia fascista, adoptaron posturas encontradas, al menos formalmente. Unos,  los de origen fascista, mantuvieron actitudes comprensivas (Laín, Tovar) y otros, el sector católico que se movía en el entorno del Opus Dei, actitudes excluyentes. Ambas posturas enfrentadas, se expresaron también en sus relatos de España como los que aparecen en la polémica entre Pedro Laín Entralgo, con su interpretación de “España como problema”, y  Rafael Calvo Serer, miembro de la Obra,  con su “España sin problema” (capítulos 7º, 8º y 9º).        

            El último capítulo lo dedica Santos Juliá análisis de la actividad y el discurso de los intelectuales disidentes del franquismo. Éstos, argumenta Juliá, siguiendo la interpretación aceptada hoy por la mayoría de  los historiadores, no procedieron de la tradición liberal ni de las de otras ideologías. Fueron los hijos de los vencedores y de los vencidos quienes tomaron conciencia en la Universidad de la realidad oprobiosa del régimen y una gran parte de ellos encauzó su disidencia a través de la ideología marxista y de las organizaciones de izquierda. En esa toma de conciencia, los incidentes universitarios de 1956 fueron decisivos. A partir de ese momento comprendieron que sus maestros universitarios, los procedentes del sector comprensivo, eran de barro, como dijo expresivamente Juan Benet, y comenzaron a romper todas las amarras con la Dictadura, apuntándose al discurso de la reconciliación nacional.    

            En resumen: si dejamos a un lado las limitaciones derivadas de su modelo teórico, limitaciones que,  mi modo de ver, lastran el estudio de Juliá en cuanto a  sus posibilidades explicativas, quedando su análisis en el nivel puramente comprensivo de los discursos ideológicos, que no relatos, sobre las historias de las dos Españas; si, además,  pasamos por alto algún vacío grave como el no tratamiento del relato del nacionalismo vasco, el escaso espacio que dedica al de los regeneracionistas de la Institución Libre de Enseñanza y la  poca sistematicidad con que trata el componente sociológico de los intelectuales, si no reparamos en todo lo anterior, repito, y hacemos una valoración global, estamos entonces ante un libro no sólo de referencia para historiadores, sino de recomendable lectura  para toda clase de lectores, sobre todo, en estos tiempos tensos que se nos avecinan con la reforma del modelo de Estado. Sólo por la finura de los  análisis de los contextos en los que los intelectuales construyen sus relatos de España, merece la pena su lectura, la cual  es, además, agradable por la brillante capacidad de exposición a que nos tiene acostumbrados Santos Juliá.  Ojalá que su pronóstico acerca de que la democracia traerá el fin de los “grandes relatos” sobre las dos Españas, se cumpla alguna vez. Pero basta mirar a nuestro alrededor estos últimos tiempos, hacia dentro y hacia fuera, para ser conscientes de que, hoy por hoy, desgraciadamente, tal pronóstico no se ha cumplido en la realidad política que vivimos. Tal vez porque el modelo teórico de los “relatos” en que fundamenta ese pronóstico no sea el más adecuado.