viernes, 3 de julio de 2015

Maestros de la República, luz de los humildes


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Maestros de la República, luz de los humildes
María Antonia Iglesias refleja el afán republicano de cambiar el país mediante la educación y su trágico final a través de diez historias personales.
Julio Antonio Vaquero Iglesias (La Nueva España, 25-01-07)


Maestros de la República, luz de los humildes





Julio Antonio Vaquero Iglesias
 
Encontrar una sola razón para calificar un libro de necesario es, para los críticos, tarea frecuentemente harto difícil; hallar varias, excepcional. Este último es el caso de este libro, Maestros de la Républica. Los otros santos, los otros mártires. (La Esfera de los Libros, 2006), del que es autora la conocida periodista María Antonia Iglesias.
 
Tres veces necesario
Necesario, como razón primera y principal, porque en este pasado año conmemorativo del final del quinquenio de la II República, era de justicia que alguien rindiese, negro sobre blanco, el debido homenaje al colectivo de maestros de la República que no sólo trataron de hacer realidad el ideal de modernización educativay democratización cultural que constituyeron una de las tareas prioritarias que impulsó el régimen republicano, sino que, además, pagaron en sus carnes la represión y depuración más dura y sistemática con el que el terror fascista trató de exterminar a susenemigos vencidos. Dos veces necesario, además, porque el contenido de este libro expresa mejor que los argumentos de mil historiadores la necesidad de una ley sobre la memoria histórica que vaya más allá del texto legal que se pretende aprobar y llegue a la anulación de todas la sentencias que, fuera de toda legalidad de origen y de forma, los tribunales franquistas impusieron a los vencidos. Y no sólo para la justa reparación de su memoria, sino como compensación del oprobio y discriminación que sus descendientes sufrieron durante los cuarenta años de aquel inmisericorde régimen.
 
Por tres veces necesario, finalmente, porque el contenido de este libro que reconstruye la vida ejemplar y la muerte trágica de trece de aquellos maestros republicanos, expresa también mejor que muchos libros de Historia el nítido contraste entre la naturaleza del proyecto de libertad y cultura que trató de hacer realidadel régimen republicano y el de exterminio de los vencidos y falta de libertad que trajeron los sublevados. Y lo hace -y de ahí la necesidad de libros como éste- en estos tiempos en los que el revisionismo histórico patrocinado y alentado por cierta derecha, pretende presentarnos la dictadura, como bien dice José Antonio Maravall en el lúcido prólogo que enmarca este libro, como una «dictablanda desarrollista», al tiempo que trata de atribuir, añade el que esto escribe, la responsabilidad del origen de la guerra civil a los propios republicanos.
 
Con vehemencia y sin tapujos -ante tanto horror y tanto odio, ¿podría ser de ser otra manera?- María Antonia Iglesias ha reunido los testimonios y ha convocado las memorias individuales de hijos, familiares, alumnos, testigos, para reconstruir estas diez historias acerca de la muerte y la vida de estos trece maestros y maestras de la República repartidos por toda España, cuyosnombres son representativos de los cientos que asesinaron legalmente y los miles que depuraron los sublevados durante y después de la guerra: Arximiro Rico, maestro de Baleira (Lugo); Ceferino Farfante y Balbina Gayo, de Cangas del Narcea; Bernardo Pérez Manteca, de Fuentesaúco (Zamora); Miguel Castel Barrabás, de San Bartamou del Grau (Barcelona); José María Morante Benloch, de Carcaixent (Valencia); Gerardo Muñoz Muñoz, de Móstoles; Severiano Nuñez García, de Jaraiz de la Vera ( Cáceres); Teófilo Azabal Molina, de Jerez de la Frontera; Carmen Lafuete, de Cantillana (Sevilla), y José Rodríguez Aniceto, de El Arahal (Sevilla).
 
Cada una de esas diez trágicas historias constituye un capítulo de este necesario y emotivo libro y van introducidas por sendos prólogos, algunos más brillantes que otros, procedentes de la pluma de conocidos personajes de nuestra vida literaria, intelectual y política: Xosé Manuel Beiras, Santiago Carrillo, Luis Mateo Díez, Josep-Lluís Carod Rovira, Manuel Vicent, Joaquín Leguina, Javier Cercas, Félix Grande, Almudena Grandes y Luis García Montero.
 
Los otros santos
Sí, son memorias individuales, personales; pero todas ellas, anudadas unas con otras, no sólo trazan algo más que un trágico y emotivo cuadro de la muerte de los maestros de la República, sino que, además, tejen un hermosotapiz de sus vidas y la relevancia de la labor que realizaron, tanto omás significativo que los datos fríos y objetivos que contamoslos historiadores. Está claro que sus nombres, los de ellos y los de los que representan, no pasarán a los altares de la Iglesia católica. Pero, en realidad, fueron los santos laicos, los verdaderos mártires de la II República. Basta ver el ensañamiento con que fueron asesinados y el carácter sistemático de la represión que sufrieron, si no más, por lo menos tan cruel y reprobable como la que padecieron en el otro bando miles de sacerdotes, para ser conscientes de que podemos atribuirles con pleno derecho ese calificativo.
 
Denunciados en algunos casos por los propios párrocos, que se dejaron arrastrar por la ola cainita que envolvió ambos bandos, y detenidos la mayoría por el brazo represivo de los sublevados, los falangistas, muchos de esos maestros no sólo fueron ajusticiados, fusilados contra las tapias de los cementerios y enterrados en fosas comunes, como tantos miles de republicanos, sino que fueron martirizados brutal y sañudamente. Lo ilustra el caso de Arximiro Rico, a quien en la sierra de Montecubeiro le cortaron los testículos y la lengua y le sacaron los ojos, antes de rematarlo a palos y tiros; o el de don Teófilo, el maestro de Jerez de la Frontera que fue arrojado por las murallas del alcázar y luego paseado como escarnio por la ciudad en situación lastimosa antes de fusilarlo y echarlo a un hoyo con otros fusilados de donde sus deudos no pudieron rescatar su cadáver hasta ya bien entrada la democracia. Lo que no hicieron con otros republicanos lo hicieron con los maestros. Cuando habían abandonado las escuelas, huyendo de la represión, los franquistas enviaron a veces a buscarlos expresamenteallí donde estaban y volvieron con ellos para fusilarlos y torturarlos en la plaza pública delante, a veces, de los ojos de sus propios alumnos. Al maestro de Móstoles Gerardo Muñoz Muñoz, ese viaje hacia la tortura y la muerte le obligaron hacerlo, con un sadismo inimaginable, vivo dentro del que iba a ser su propio ataúd
¿Por qué tanto ensañamiento y crueldad, por qué ese odio y sadismo desmesurado hacia los maestros de la República? Los motivos de los asesinos a veces son racionales, aunque nunca deben considerarse como razones que justifiquen sus acciones. Con la tortura y la muerte de aquellos maestros, mataban o pretendían exterminar simbólicamente al mejor espíritu y todo lo que significaba la República: el acceso de los humildes a los espacios públicos y a la cultura que es el principio de la libertad y significaba por ello la amenaza del fin de un dominio, subordinación y explotación seculares.
 
Muchos de esos maestros no militaban siquiera en partidos de la izquierda radical y revolucionaria, sino que eran miembros de partidos republicanos burgueses como Izquierda Republicana de Azaña, y se habían hecho republicanos reformistas ante un régimen que se tomó la educación en serio y veía en ella uno de los principales instrumentos para sacar a España de atrasos e incurias seculares. No eran tampoco siquiera muchos de ellos enemigos declarados de la religión ni de la Iglesia, como se extendió después de manera interesada para justificar su represión e intentar traspasar su «culpa», como hizo el nacionalcatolicismo, a sus hijos y familiares, sino al contrario, como puede claramente apreciarse en este libro, creyentes y practicantes. Pero eran educadores peligrosos para los vencedores -y en especial para la Iglesia española del momento- porque tenían ideas pedagógicas modernas y avanzadas que rompían el monopolioy la visión tradicional que las clases que detentaban el poder y la Iglesia española tenían de lo que debía ser la misión de la escuela.Ni aun siquiera pertenecían en su mayoría, por su origen social, a la clase obrera, sino más bien a las capas medias de la sociedad. Por eso, precisamente, fueron vistos desde el bando sublevado como traidores a su clase y enemigos peligrosos por las ideas y los valores corruptores que difundían entre la niñez y la juventud.
 
Luz de los humildes
Luz de los humildes es el título de un libro escrito sobre el maestro Arximiro Rico y es, sin duda, como bien dice la autora de éste, María Antonia Iglesias, una expresión que se puede extrapolar para todos aquellos maestros de la República, porque define conjusteza y propiedad cuál fue la tarea que llevaron a cabo. Fueron, sin duda, más que maestros, verdaderos reformadores sociales cuya tarea sobrepasó con mucho la de la mera enseñaza, si se entiende ésta en un sentido limitado, y por ello nos dejaron a todos una verdadera lección de amor y dignidad en su relación con los más humildes.
 
Los testimonios que aporta este libro son una prueba más de ello. Desde la labor abnegada más allá del aula del maestro del Arahal, José Rodríguez, que en la casa del pueblo o en el sindicato «arreglaba» los papeles y solucionaba los problemas de subsistencia de los padres jornaleros de sus alumnos, hasta lacreación de comedores en su propia casa para alimentar a sus alumnos más pobres que llevaron a cabo otros que se mencionan en este libro, pasando por las enseñanzas prácticas que proporcionaban a sus padres sobre el cultivo de los campos, los rudimentos de higiene y tantos otros asuntos de sus duras vidas, y los consejos y las ayudas que les prestaban para defender sus derechos frente a las pretensiones abusivas de los caciques de turno. La consecuencia de todo ello puede constatarse por la prueba del nueve, inapelable siempre para saber quién es buen o mal educador: el amor y el respeto que despertaron en sus alumnos y cuyo eco todavía resuena de manera nítida y atronadora, para escarnio, pero también burla de sus asesinos, en la memoria de los que desfilan por este libro. Confundidos y mezclados con los de los más humildes, terminaron sus cadáveres, como si de animales se tratase, en las fosas comunes y en las cunetas, como expresión de una solidaridad que traspasó los límites de la muerte.
 
Libro conmovedor y singular
Estamos, en fin, ante un libro que, además de necesario, es un libro conmovedor cuya lectura emociona y hace brotar las lágrimas a todo lector bien nacido, porque no sólo relata la injusta muerte de unos inocentes, sino que la padecieron por tratar de llevar la luz de la cultura, la educación y la palabra a quienes desde la noche de los siglos estaban en nuestro país sumergidos en la oscuridad de la incultura yla ignorancia, a aquella gente humilde que, sometida por la ceguera consecuente, se le había negado hasta entonces la voz y la palabra para poder salir de ella. Pero es también un libro singular por su carácter polifónico. Está escrito a tres voces: la de la autora, enérgica e implacable, pero oportuna y justiciera; la de la memoria de los testimonios de los deudos y testigos, conmovedora e inapelable; y, finalmente, la de los prologuistas, tan clarificadora y precisa como bella por ética y estética.
 
A todos ellos debemos gratitudpor este libro. Pero, sobre todo, a su autora por haberlo hecho realidad. Es, sin duda, un digno broche de oro para cerrar este pasado año conmemorativo de la II República con nuestra memoria agradecida a sus maestros. Porque, como bien dicen, en su acertado prólogo, las palabras de Joaquín Leguina que suscribo -como sin duda lo hará la inmensa mayoría de los lectores- «la memoria es también obligada en honor de los muertos y para vergüenza y escarnio de los verdugos. Para que éstos no triunfen en su miserable intento de tratar a las víctimas como perros. Estos maestros no fueron perros, sino hombres decentes y cabales que merecen la piedad del recuerdo. Están y estarán en nuestra memoria agradecida».
 
Así sea

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