SIN PASADO NI FUTURO
Julio Antonio Vaquero Iglesias
Manuel Cruz, catedrático de Filosofía
contemporánea de la Universidad de Barcelona es un consumado maestro del ensayo
filosófico. Lo prueban los galardones
que han recibido ya dos de sus trabajos: el Premio Anagrama de Ensayo en 2005 y
el Premio Espasa de Ensayo en 2010. Y este año acaba de obtener el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en
su XVIII edición que patrocina la
editorial asturiana Ediciones Nobel
con una obra titulada Adiós,
Historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual.
Nuestro
ensayista plantea en este trabajo un asunto que no es meramente teórico y sólo de
interés para los especialistas, sino
que, por su actualidad y su calado
político e ideológico, es (o al menos debería
ser) del interés de cualquier habitante del mundo actual. Es, desde luego, como
diría Ortega, uno de los temas de nuestro tiempo. ¿Cómo ha llegado a difundirse
de manera tan generalizada en el mundo actual
esa percepción de que el pasado es algo extraño a nosotros, no más que algo exótico que llama la atención
por su condición ajena y marginal con respecto a nosotros y a nuestro presente?
¿Por qué las virtualidades del conocimiento de la historia para el entendimiento de nuestro presente y la
proyección de nuestro futuro que se han atribuido al conocimiento
historiográfico desde sus orígenes son consideradas hoy obsoletas en el marco de un presente que ha cortado radicalmente sus
amarras con el pasado? Incluso dándose, por lo demás, la paradoja (solamente
aparente) de que en el tiempo actual lo histórico (o mejor sería decir el consumo de lo histórico) haya
experimentado una gran inflación y despliegue como demuestra el gran éxito de público de la novela y el cine
históricos o el género biográfico y hasta de esa horrenda práctica procedente
del mundo anglosajón, pero que se extiende por doquier, que es el folclore
histórico.
Desde
luego la explicación de esa situación no la fundamenta el autor en una nueva versión de la teoría del final de la historia de Francis
Fukuyama ni tampoco en los inanes planteamientos del posmodernismo sobre la historia. Teorías que,
con su difusión interesada, pues responden a determinados intereses y
justificaciones político-económicas, quizás hayan favorecido también la extensión
de esas representaciones del pasado y el
futuro. Aunque, como la reciente realidad ha constatado reiteradamente, no respondan a
realidades objetivas. Pues la propia historia (con su marcha galopante en los
últimos tiempos) ha falsado (dejado sin evidencia) la hegeliana tesis el final de la historia de
Fukuyama, del mismo modo que los supuestos teóricos idealistas del posmodernismo
han comenzado a ser retirados como trastos inservibles al desván de la historia
de la filosofía.
Para el autor ese presentismo específico que se extiende (calificar tal percepción como
hegemónica, como hace nuestro filósofo, nos parece exagerado) en nuestro tiempo actual y que ha
producido ese descrédito generalizado de
la historia como maestra del presente y potencial partera del futuro, hay
que ponerlo en relación directa con la percepción que los individuos han empezado a tener de la
realidad en que viven como efecto de ese gran conjunto de transformaciones que
ha sufrido el mundo y que se han acelerado aun más tras crisis económica iniciada
en 2008. Percepción que nuestro ensayista nombra con el concepto de
“naturalización”. Se ha producido una
ruptura tan radical con el pasado como
consecuencia del gran poder transformador del complejo científico- técnico, que
muchos han dejado de aceptar la creencia
de que el pasado pueda servirnos para entender nuestro presente O, para otros que todavía piensan en clave de
la teoría del final de la historia, dado que ya no es posible rebasar el
horizonte del capitalismo liberal, la
idea misma de aprendizaje a través de la historia ha dejado de tener sentido. Y
si (contra Fukuyama y como demuestran
los hechos) el mundo puede cambiar (desgraciadamente para mal) tampoco el
aprendizaje por medio de la historia tendría sentido, porque cada vez está más
generalizado el supuesto que si el mundo se transforma no es como el resultado
de nuestra acción, sino de una evolución propia, cuyo control se nos escapa por
completo.
Los que piensan así consideran también que el futuro ha devenido asimismo
en algo obsoleto, puesto que en nuestro hoy ya toda posibilidad se ve realizada
por medios técnicos. El futuro ya no es, pues, el tiempo de los proyectos de
emancipación ni el de la cristalización de las utopías. Todo lo contrario: el
futuro se ha vuelvo amenazador, porque el futuro que deja entrever el presente
no es otro que el de la exclusión y el desamparo para grandes sectores de la población.
Las consecuencias paralizantes de ese proceso
de “naturalización” para cualquier
intento de transformación del mundo en clave de justicia e igualdad son
evidentes. Las injusticias se entienden como meras desventuras, la codicia y la
especulación que ha traído el capitalismo de casino y nos han llevado a este
agujero sin fondo en el que estamos, no serían sino abusos derivados de la
falta de responsabilidad de los individuos y no efectos nocivos inscritos en las propias entrañas del sistema
económico. La ruptura con el pasado que introduce esa forma de pensar nos
deja sin la posibilidad de una historia
crítica que nos alumbre el presente, a la vez que la eliminación del futuro que
implica nos desnuda de cualquier clase de de utopías y proyectos de
emancipación y sus efectos movilizadores. Además de que esa ruptura con el pasado certifica
inexorablemente nuestra propia caducidad: si nosotros nos declaramos “otros” y
extraños en relación con los que nos
precedieron, lo mismo harán con nosotros los que nos sucedan.
El contenido de la lúcida reflexión de
Manuel Cruz es desde luego angustioso, pero cumple ejemplarmente, a través de
ese análisis de esa percepción del pasado que se extiende, el papel de mostrarnos
algunos de los males que padecemos y de los graves peligros que entrañan. No
podemos ya decir que no fuimos advertidos.
Nuestro
ensayista plantea en este trabajo un asunto que no es meramente teórico y sólo de
interés para los especialistas, sino
que, por su actualidad y su calado
político e ideológico, es (o al menos debería
ser) del interés de cualquier habitante del mundo actual. Es, desde luego, como
diría Ortega, uno de los temas de nuestro tiempo. ¿Cómo ha llegado a difundirse
de manera tan generalizada en el mundo actual
esa percepción de que el pasado es algo extraño a nosotros, no más que algo exótico que llama la atención
por su condición ajena y marginal con respecto a nosotros y a nuestro presente?
¿Por qué las virtualidades del conocimiento de la historia para el entendimiento de nuestro presente y la
proyección de nuestro futuro que se han atribuido al conocimiento
historiográfico desde sus orígenes son consideradas hoy obsoletas en el marco de un presente que ha cortado radicalmente sus
amarras con el pasado? Incluso dándose, por lo demás, la paradoja (solamente
aparente) de que en el tiempo actual lo histórico (o mejor sería decir el consumo de lo histórico) haya
experimentado una gran inflación y despliegue como demuestra el gran éxito de público de la novela y el cine
históricos o el género biográfico y hasta de esa horrenda práctica procedente
del mundo anglosajón, pero que se extiende por doquier, que es el folclore
histórico.
Desde
luego la explicación de esa situación no la fundamenta el autor en una nueva versión de la teoría del final de la historia de Francis
Fukuyama ni tampoco en los inanes planteamientos del posmodernismo sobre la historia. Teorías que,
con su difusión interesada, pues responden a determinados intereses y
justificaciones político-económicas, quizás hayan favorecido también la extensión
de esas representaciones del pasado y el
futuro. Aunque, como la reciente realidad ha constatado reiteradamente, no respondan a
realidades objetivas. Pues la propia historia (con su marcha galopante en los
últimos tiempos) ha falsado (dejado sin evidencia) la hegeliana tesis el final de la historia de
Fukuyama, del mismo modo que los supuestos teóricos idealistas del posmodernismo
han comenzado a ser retirados como trastos inservibles al desván de la historia
de la filosofía.
Para el autor ese presentismo específico que se extiende (calificar tal percepción como
hegemónica, como hace nuestro filósofo, nos parece exagerado) en nuestro tiempo actual y que ha
producido ese descrédito generalizado de
la historia como maestra del presente y potencial partera del futuro, hay
que ponerlo en relación directa con la percepción que los individuos han empezado a tener de la
realidad en que viven como efecto de ese gran conjunto de transformaciones que
ha sufrido el mundo y que se han acelerado aun más tras crisis económica iniciada
en 2008. Percepción que nuestro ensayista nombra con el concepto de
“naturalización”. Se ha producido una
ruptura tan radical con el pasado como
consecuencia del gran poder transformador del complejo científico- técnico, que
muchos han dejado de aceptar la creencia
de que el pasado pueda servirnos para entender nuestro presente O, para otros que todavía piensan en clave de
la teoría del final de la historia, dado que ya no es posible rebasar el
horizonte del capitalismo liberal, la
idea misma de aprendizaje a través de la historia ha dejado de tener sentido. Y
si (contra Fukuyama y como demuestran
los hechos) el mundo puede cambiar (desgraciadamente para mal) tampoco el
aprendizaje por medio de la historia tendría sentido, porque cada vez está más
generalizado el supuesto que si el mundo se transforma no es como el resultado
de nuestra acción, sino de una evolución propia, cuyo control se nos escapa por
completo.
Los que piensan así consideran también que el futuro ha devenido asimismo
en algo obsoleto, puesto que en nuestro hoy ya toda posibilidad se ve realizada
por medios técnicos. El futuro ya no es, pues, el tiempo de los proyectos de
emancipación ni el de la cristalización de las utopías. Todo lo contrario: el
futuro se ha vuelvo amenazador, porque el futuro que deja entrever el presente
no es otro que el de la exclusión y el desamparo para grandes sectores de la población.
Las consecuencias paralizantes de ese proceso
de “naturalización” para cualquier
intento de transformación del mundo en clave de justicia e igualdad son
evidentes. Las injusticias se entienden como meras desventuras, la codicia y la
especulación que ha traído el capitalismo de casino y nos han llevado a este
agujero sin fondo en el que estamos, no serían sino abusos derivados de la
falta de responsabilidad de los individuos y no efectos nocivos inscritos en las propias entrañas del sistema
económico. La ruptura con el pasado que introduce esa forma de pensar nos
deja sin la posibilidad de una historia
crítica que nos alumbre el presente, a la vez que la eliminación del futuro que
implica nos desnuda de cualquier clase de de utopías y proyectos de
emancipación y sus efectos movilizadores. Además de que esa ruptura con el pasado certifica
inexorablemente nuestra propia caducidad: si nosotros nos declaramos “otros” y
extraños en relación con los que nos
precedieron, lo mismo harán con nosotros los que nos sucedan.
El contenido de la lúcida reflexión de
Manuel Cruz es desde luego angustioso, pero cumple ejemplarmente, a través de
ese análisis de esa percepción del pasado que se extiende, el papel de mostrarnos
algunos de los males que padecemos y de los graves peligros que entrañan. No
podemos ya decir que no fuimos advertidos.
( PUBLICADO EN EL SUPLEMENTO DE CULTURA DE LA NUEVA ESPAÑA, DE OVIEDO))