miércoles, 28 de junio de 2017



HISTORIA Y MEMORIA DE LA REPRESION               FRANQUSTA DE LOS  COMUNISTAS

                                                JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS






         








 Una de las características que ha  definido  la historia escrita por el profesor universitario e historiador asturiano Francisco Erice ha sido, sin duda, su impecable fundamentación teórica. Y, cómo no, ese rasgo también está presente en el planteamiento  de este su último libro: Militancia clandestina y represión. La dictadura franquista contra la subversión comunista (1956-1963).
  Erice desarrolló en 2009 en un excelente libro que desgraciadamente no ha tenido gran difusión por circunstancias editoriales, Guerras de la memoria y fantasmas del pasado. Usos y abusos de la memoria colectiva, una sólida y aceptable teoría sobre el correcto uso  público de la memoria histórica en la lucha ideológica, basada en el principio  de que el uso social de aquélla sólo era pertinente sí tiene un sólido fundamento histórico. .
 Este libro sobre la represión franquista de la militancia comunista responde en cierta medida a ese planteamiento teórico: es un reconocimiento de su sacrificio por las duras condiciones de represión que tuvieron que sufrir aquellos militantes comunistas  por su lucha  para intentar  traer  la democracia  y el socialismo a nuestro país. Pero, además y para ello,  el contenido del libro es sobre todo una descripción y un riguroso análisis histórico de los contextos y las formas  de esa política represora.
 Esto es: el contexto de la política interior e internacional del franquismo en la etapa tratada basado en el intento de apertura a Europa que le obligó a guardar las formas en sus prácticas represoras. Pero también el del cambio  de planteamiento del PCE con su giro hacia la Política de Reconciliación Nacional y su objetivo de convertirse en un partido de masas.  Contextos desde los cuales  el historiador asturiano analiza y explica las múltiples formas, contables y no contables, de la represión franquista y de la sociología de sus  víctimas. Entre las que, por cierto, ocupan el primer lugar los comunistas asturianos cuyos testimonios aparecen frecuentemente mencionados en sus páginas. Pero también esa descripción y análisis  abarca el  de  la influencia que aquella represión tuvo en la organización del partido y en su discurso ideológico y actitudes. Y establece finalmente el balance de su eficacia y su auténtico significado. Todo ello documentado con cientos de menciones, de testimonios y casos concretos de víctimas  que cumplen además  bien con ese otro objetivo del libro que es el de recordarlas y  rendir a sus víctimas  un bien merecido homenaje.
      El núcleo del libro es, pues, un minucioso y documentado repaso de las múltiples formas de represión franquista contra los militantes comunistas. Desde la caída y las detenciones que incluye las formas en que la Brigada Político- Social y la Guardia Civil actuaban, hasta un excelente análisis de la cárceles como centros de represión, pero también como espacios de resistencia y lucha, pasando por el de los interrogatorios, torturas y malos tratos, la actuación de los jueces militares  franquistas ante la represión y de los procesos como rituales de poder que expresaban simbólicamente la omnipotencia de la dictadura e, incluso, de  las  formas no cuantificables de represión 
   Quizás algunos  de mis  (improbables)  lectores se pregunten   por qué ha limitado el autor su análisis de la represión franquista  exclusivamente a los militantes comunistas, lo que  podría (mal) entenderse como  un indicio de sectarismo  y por qué además lo ha limitado a ese periodo tan concreto de 1956 a 1963 que podría hacer sospechar la aplicación de un criterio estrictamente  documental. Sin embargo, la justificación  que realiza  Erice de ese doble aspecto me parece coherente.
  Me explico. Tras la etapa de los años de plomo, esto es, de  los años de posguerra en que  la represión fue de gran intensidad y dureza y abarcó a todos los participantes en el bando republicano, de una u otra ideología, la situación represiva a partir de 1956 cambió.  Poe una parte, el  reconocimiento  de las potencias occidentales de la dictadura española como bastión de Occidente frente al comunismo que conllevó su integración en los organismos internacionales forzó, en cierta medida, a otras prácticas represivas. Y por otra, con la desestalinización y la aplicación del giro táctico del PCE hacia el objetivo de la reconciliación nacional y la lucha por alcanzar pacíficamente la democracia en su camino hacia el socialismo, el Partido (así se le denominaba) se convirtió en hegemónico en la lucha contra el Franquismo y, en consecuencia, fue el objetivo principal de la represión franquista.  En 1963, con la creación del Tribunal de Orden Público y el final de las competencias de la  Jurisdicción militar de los “delitos” políticos y  otros cambios en la composición y actuación de la oposición antifranquista, se iniciaba otra etapa distinta de la represión. 
  La conclusión de ese doble análisis  de las formas y dimensiones de la represión, por una parte, y de su impacto sobre los propios represaliados, por otra, es la dimensión ambivalente de la  represión en esta etapa. Esto es: una represión calculada, ajustada y limitada por las nuevas condiciones del intento de “normalización” del régimen en el contexto internacional. El aparato represivo no pudo permitirse seguir con las formas de dureza, crueldad y saña  de la etapa anterior. Aunque aún y así, esa represión calculada tuvo, sin duda,  efectos disuasorios sobre los opositores comunistas. Pero a la vez y en cierta medida  fue  también no sólo  un factor movilizador e incentivo de la solidaridad entre los opositores, sino además obligó a la dictadura en ciertos casos a cambiar la legislación represiva. Todo lo cual echa por tierra la visión simplista e interesada difundida por ciertos historiadores conservadores de que sólo hubo un franquismo duro, el de los años de plomo de la posguerra.     
   En fin, un libro excelente que debe ocupar un lugar destacado en esa nutrida historiografía sobre la represión franquista que ha venido apareciendo en los últimos años.
( PUBLICADO  EN EL SUPLEMENTO   CULTURAL DE LA NUEVA ESPAÑA, DE OVIEDO

lunes, 19 de junio de 2017


LA REVOLUCIÓN RUSA CIEN AÑOS DESPUÉS

                  Julio Antonio Vaquero Iglesias







La implosión de la Unión Soviética en 1991 entendida como el final del proceso revolucionario que  había culminado  en 1917 con  la caída de la autocracia zarista y el ascenso al poder de los bolcheviques bajo el liderato de Lenin, supuso el desarrollo de una nueva historiografía sobre aquella revolución que ha puesto sobre el tapete de la historia un conjunto de nuevos temas, diferentes aproximaciones e interpretaciones más matizadas que, en cierta medida, han superado tanto las visiones dogmáticas  oficialistas de la Unión Soviética como las procedentes de la historiografía liberal cargadas de valoraciones ideológicas negativas de aquel transcendental proceso revolucionario  que ha marcado con su huella y sus consecuencias toda la historia del siglo XX.
       El centenario aniversario que se cumple este año de aquel transcendental proceso revolucionario ha supuesto la publicación en español de gran parte de esa nueva bibliografía y, entre ella, acaba de aparecer “La venganza de los siervos” que supone  un análisis de sus causas, desarrollo y consecuencias a partir no solo de  los contenidos de esa nueva y reciente historiografía, sino también de las propias investigaciones de su autor el historiador Julián Casanova, catedrático de la Universidad de Zaragoza y profesor de la Central European  University de Budapest, que es un destacado  especialista en la historia de los países del Este y de la revolución rusa.
 Casanova construye su relato, pues, no sólo desde la historia política, sino también, como ha incidido la nueva bibliografía, desde la historia social  y cultural para explicarnos  cómo y por qué  la revolución estalló en febrero de 1917, culminó en Octubre de ese año y luchó por su supervivencia en la Guerra civil (1918-1923). Y lo hizo a través de importantes movimientos de masas originados por el hambre y el descontento producidos por la participación y actuación de la autocracia zarista en la Gran Guerra. Pero también por la ascendente oposición al zarismo de la intelligentsia rusa enfrentada al mal gobierno de la zarina Alejandra cuando Nicolás II la dejó encargada del gobierno imperial para ponerse al frente del ejército zarista sin conocimientos ni experiencia militar alguna
    Movimientos de masas en los que destaca el papel decisivo que tuvieron en ellos las mujeres, los campesinos y trabajadores,  los soldados y los marinos cuyo levantamiento fue el inicio de los sucesos de febrero en Petrogrado que condujeron a la caída del Zar y el inicio de un intento de establecimiento de un régimen liberal a través del Gobierno Provisional. Protestas a las que se sumaron, además, los pueblos no rusos del Imperio multiétnico que era la Rusia de los zares.    
   Ese rasgo, al que el historiador aragonés, siguiendo a alguno de los nuevos historiadores, califica  como “caleidoscopio” de revoluciones, es para él y la nueva historiografía lo que define el estallido revolucionario. El origen de la Revolución Rusa está en esa superposición de revoluciones que implicaban a su vez las  diversas contradicciones que se desarrollaban dentro de la autocracia zarista: económica, de clase, culturales y nacionalistas. Contradicciones que la desastrosa  intervención militar en la Gran Guerra agudizó produciendo el estallido revolucionario de febrero de 1917.
 Esa primera etapa de la revolución no sólo supuso la caída del Zar, sino el establecimiento de un poder dual, el de la burguesía liberal encarnado en el Gobierno Provisional, pero también el de soldados, marinos, campesinos y trabajadores a través del Sóviet de Petrogrado.
  Después de la revolución de febrero,  tras un vertiginosa sucesión de etapas: liberal, socialista moderada y radical, el proceso revolucionario  culminó, bajo el liderazgo de Lenin y con el apoyo popular, en la Revolución de Octubre con la toma del poder por los bolcheviques  que iniciaron la aplicación del programa de las Tesis de Abril: paz con Alemania, reparto de  la tierra, gestión de las fábricas por los trabajadores  y construcción de una democracia popular a través de los Sóviets.
  Sin embargo, el final de la Gran Guerra originó, por el apoyo de las potencias europeas a los propietarios de las tierras y la antigua burocracia y nobleza zarista ( los Blancos) , el inicio de una guerra civil que se prolongó hasta 1923. Etapa que implicó, a su vez, el abandono del proyecto de democracia popular y la apuesta, a través de una política de violencia y terror, por la construcción de una dictadura de un solo partido  
  Este giro es, sin duda, uno de aspectos esenciales que han tratado de dilucidar la mayoría de los nuevos historiadores de la Revolución Rusa. Y más allá de la teoría esencialista mantenida por el historiador conservador  Richard Pipes que  explica el autoritatismo revolucionario como un rasgo natural del “alma” rusa y del contenido de la propia ideología marxista- leninista, Casanova, como los otros “nuevos” historiadores,  se inclina más a atribuirlo a la propia complejidad de aquel proceso revolucionario que estuvo a punto de ser derribado en la etapa de la Guerra civil. 
 Quizás algún lector eche de menos un tratamiento más amplio y matizado de las contribuciones positivas que la Gran Revolución Rusa  aportó al desarrollo del siglo XX, como recientemente ha realizado Josep Fontana, con su espléndida obra: El siglo de la Revolución. Pero, sin duda, el historiador aragonés ha conseguido una síntesis actualizada, proporcionada y bien escrita ( como nos tiene acostumbrados), de lectura  asequible para cualquier clase de lector. Lo que, sin duda, no es nada fácil.

( PUBLICADO EN LA NUEVA ESPAÑA, DE OVIEDO: SUPLEMENTO CULTURAL “CULTURA”)