LA
DESMITIFICACIÓN DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA
Julio Antonio Vaquero Iglesias
El año que viene se conmemora el
bicentenario de la guerra de la Independencia. Aquella guerra de España, que,
con la derrota del ejército francés, no sólo significó el principio del fin del imperio napoleónico
en Europa, sino que fue también la primera etapa del nacionalismo español (la
nación como fuente originaria de la
soberanía política) contemporáneo. La revolución- utilizo un término de la
época- de las Cortes de Cádiz fue el
inicio del proceso que condujo posteriormente, a lo largo del siglo XIX, a la
formación del estado nacional español. Fue, pues, una guerra “patriótica” para
los españoles en el doble sentido de oponerse a una invasión extranjera y
aprovechar a la vez su desarrollo para
iniciar la construcción del estado-nación. Para los franceses partidarios del Imperio
napoleónico fue, en cambio, una “maldita” guerra, como la denominó el propio Napoleón
en Santa Elena, porque significó el inicio del declive de su hasta entonces
imparable imperialismo
Sin duda, esa inminente conmemoración dará
lugar, como viene siendo habitual en
esta clase de eventos, a un nuevo ejercicio del uso público de la memoria
histórica. Y, a pesar del pesimismo al que pueden inducirnos las experiencias
precedentes de esa clase de conmemoraciones, es de desear que en este caso esa memoria
que se difunda de aquellos acontecimientos responda al saber histórico más
reciente que tenemos sobre ellos y no reproduzca sin más los tradicionales mitos de uno y otro signo
ideológico con que han venido siendo interpretados ya desde sus inicios. Porque
si el control de la memoria histórica
siempre ha sido uno de los campos de batalla ideológicos habituales de la
confrontación política, este episodio por su importancia decisiva como matriz
del posterior el proceso histórico español contemporáneo, tiene, además, un alto
valor añadido para el combate ideológico.
Historia desmitificadora
La realidad es que desde hace unos veinte
años ya contamos con un buen “corpus” de literatura histórica desmitificadora sobre la guerra de la Independencia. Esa
literatura ha ido aclarando y
desmontando las interpretaciones sesgadas y mitos patrióticos en que iban envuelta
no sólo la copiosa literatura testimonial que el conflicto produjo (las justificatorias
“representaciones”procedentes de la pluma de sus protagonistas). Sino también las historias publicadas durante el siglo XIX,
impregnadas , desde una óptica conservadora o liberal, de esa mitología
patriótica y nacional. Visiones sesgadas que han perdurado en las interpretaciones históricas dominantes
durante gran parte del XX. Pero que han sido reelaboradas en el pasado siglo desde
las perspectivas bien del nacionalismo español integrista antidemocrático bien
del liberal democrático. Con mayor énfasis la primera en los acontecimientos del 2 de
mayo; la segunda, en la obra de las Cortes gaditanas.
El tratamiento con que esa historia
desmitificadora ha realizado su tarea ha respondido a dos enfoques diferentes.
O bien ha dado preferencia a la reconstrucción de la guerra a través de nuevas
y más diversas fuentes históricas o bien ha preferido incidir directamente en la deconstrucción de
los aspectos míticos- ideológicos que esa
literatura testimonial e historiográfica sobre la guerra comportaba.
Los dos libros que vamos a comentar aquí son dos excelentes
ejemplos de esas dos diferentes maneras
con que esa nueva historiografía
sobre la guerra de la Independencia ha abordado su estudio. Ronald Fraser es un
conocido hispanista , autor de aquel
libro ya clásico sobre la guerra civil española titulado con el verso de
Cernuda, Recuérdalo tu y recuérdalo a otros (1979) que nos
proporcionó una impresionante visión testimonial
del conflicto desde abajo a través de las fuentes orales. Es la misma
perspectiva que ha utilizado para escribir este libro sobre la guerra de la
Independencia, La maldita guerra de España (Crítica, 2006). La
falta de fuentes orales las ha sustituido
aquí por la utilización de una masiva y
muy diversificada documentación que le ha permitido componer una auténtica
historia social de la guerra contra el francés, como bien reza el subtítulo de
su obra. El resultado de su análisis ha sido la desmitificación de numerosos aspectos del conflicto. Estamos, sin
duda, ante una de las obras más importante escrita sobre aquellos
acontecimientos, resultado de diez años de laboriosa investigación. Y, en mi
modesta opinión, ante uno de los libros
de historia de España más importantes publicados en el pasado año.
El
otro libro al que hacíamos mención es el de Ricardo García Cárcel, El
sueño de la nación indomable (Temas de Hoy, 2007). García Cárcel es un
conocido y reconocido historiador
modernista, catedrático de la disciplina en la Universidad Autónoma de
Barcelona, además de un excelente critico de literatura histórica del suplemento
cultural del diario ABC. Su perspectiva es, como decíamos, diferente de la de
Fraser. Se incide ahora, sobre todo y directamente, en la tarea de la
identificación y análisis de los mitos implícitos en la literatura testimonial e historiográfica producida sobre
la guerra de Independencia. Y se contrastan esos mitos con las
aportaciones proporcionadas por la
bibliografía reciente que el autor considera
más científica y objetiva.
Lo más novedoso de este libro de García
Cárcel es, ciertamente, lo primero, la deconstrucción que realiza de los mitos
sobre aquella guerra. Pero, sin duda, lo segundo- el balance historiográfico
que establece sobre cuál fue la realidad histórica correspondiente- supone
también una notable y aprovechable aportación para cualquier lector interesado
no sólo en este episodio, sino en la historia de España en su conjunto. Y en
cuanto a los asuntos que trata- además de los aspectos tradicionales estudiados
como la insurrección de los madrileños,
el levantamiento juntero, el curso de la guerra y la acción de la guerrilla-
quizás lo más interesante del libro sea la deconstrucción que realiza de los mitos liberales y la reconstrucción de
su realidad histórica en relación con la obra de las Cortes gaditanas. Concretamente, en lo
relativo, tanto a las limitaciones de aquella
asamblea nacional en su intento de creación de una nación de ciudadanos y de
implantación del centralismo jacobino como a la naturaleza escasamente revolucionaria
del cambio político que supusieron las medidas políticas y sociales que los
diputados gaditanos adoptaron.
La
desmitificación alcanza también, además,
en este libro a la visión parcial
y maniquea que venía dándose de los grandes protagonistas históricos de aquella convulsa y decisiva etapa de la historia de España como Fernando VII,
Godoy, Napoleón, José I y Wellington. Pero también el autor nos va presentando, al hilo de su relato, una
rica galería biográfica de los otros
destacados actores de la historia de aquel tiempo.
Ni espontánea ni generalizado
Los dos libros constatan que ni la insurrección madrileña, como denominó
el conde de Toreno a los sucesos del 2
de mayo en Madrid, ni el apoyo al
levantamiento popular y la creación de
juntas de resistencia que se fue produciendo en toda España tres semanas después, fueron en realidad tan generalizados y espontáneos
como se ha venido contando por la historia patriótica de uno u otro cuño.
El
excelente análisis de Fraser de ese doble proceso deja claro en ese sentido dos
aspectos. Lo mucho que aquellos sucesos debieron su origen a la manipulación por el “partido” fernandino
del generalizado sentimiento antigodoyista que existía en España. Pero, además,
cómo los sucesos del dos de mayo no fueron en realidad el acontecimiento germinal
desencadenante más decisivo de todo el
proceso bélico y revolucionario como nos
lo han presentado las versiones míticas y patrióticas. La difusión de lo
ocurrido en Madrid a través del famoso bando del alcalde de Móstoles, redactado
por el naviego Juan Pérez Villamil, no engendró sino un conato de movimiento de
apoyo allí donde se conoció la proclama patriótica que se vino abajo por la
presión de las autoridades godoyistas. En realidad, el movimiento juntero
posterior debió su principal impulso a otro acontecimiento que se produjo unos
días después. El conocimiento que se tuvo en toda España por la Gaceta de
Madrid de las abdicaciones en Bayona de ambos reyes en la persona de Napoleón.
Ni siquiera, según Fraser, la versión del bando del alcalde de Móstoles que
siempre hemos conocido como original, lo
es. Sino una reelaboración posterior de Pérez Villamil de su propio texto primigenio.
Una muestra más, de ser cierto, de la instrumentalización posterior que se hizo
de aquellos hechos.
Fraser nos cuenta cómo en Asturias el temprano movimiento insurreccional del 9
de mayo sí tuvo relación con la llegada
de las noticias de lo ocurrido en Madrid y el envío de un bando represivo de
Murat (aunque no haga referencia a los incidentes antifranceses ocurridos en la
región antes del 2 de mayo). Pero terminó siendo abortado por las autoridades
godoyistas de la Audiencia. Los fernandinos
asturianos lograron, finalmente, con el
apoyo no espontáneo, sino pagado de los campesinos de los alrededores imponerse
entre el 24 y 25 de ese mes y constituir una junta soberana que asumió
la soberanía y declaró la guerra a Francia. Lo que se produjo casi
al mismo tiempo que la formación de juntas en otras ciudades españolas como Valencia o
Zaragoza.
No sólo Fraser demuestra convincentemente
que la insurrección y el levantamiento no fueron tan espontáneos ni
generalizados como decían las versiones patrióticas. Sino que da bastantes
pruebas de que, aparte de los afrancesados, sectores importantes de las clases
privilegiadas, nobleza y alto clero, fueron más bien tibios en el apoyo a la
guerra contra el francés. Hubo resistencias por parte de un sector de obispos a
contribuir con las riquezas de sus diócesis a los gastos de la guerra y, al
contrario que el Papa que sí lo hizo, no hubo una declaración institucional por
parte de la Iglesia española declarando la
guerra como guerra santa.
Por
su parte, García Cárcel no hace sino corroborar la interpretación de Fraser de
la falta de espontaneidad de la insurrección madrileña y el levantamiento
posterior insistiendo en su carácter de
motines en gran medida provocados y organizados en el contexto de enfrentamiento
entre las élites godoyistas y fernandinas. Del mismo modo que mantiene que las
orientaciones y móviles de las Juntas se
plantearon desde los principios tradicionales de la defensa de la Monarquía, el
Rey, la Patria y la Religión y no desde los supuestos de la ideología liberal.
Tiene razón, sin duda. Pero no es
precisamente el ejemplo de la de Asturias, al que acude, el más idóneo para
demostrar su tesis. Sólo basta constatar algunas de sus declaraciones inspiradas por Flórez Estrada de clara naturaleza liberal.
El ejército invisible
La imagen romántica de la guerrilla
antinapoleónica-el ejército invisible como significativamente la denominó un
alto funcionario josefino- como “el pueblo en armas” en lucha contra el invasor
y amparado por una población civil volcada sin ninguna restricción en su apoyo también es desmitificada por estos libros.
Fraser realiza un pormenorizado análisis de su origen,
estrategia y acciones, efectivos,
sociología y eficacia. La “petite guerre” no fue una invención española
en su lucha contra los franceses, que tenía, según esa versión, ya una larga
tradición en la península ibérica desde Viriato, sino que lo realmente peculiar fue la gran dimensión que esa clase de guerra alcanzó en este
conflicto. Las relaciones que mantuvieron los guerrilleros con el ejército
regular y con la población civil no fueron siempre tan armoniosas como se ha
dicho, ni fue exclusivamente el celo patriótico el móvil de muchas de aquellas
partidas. Fraser calcula en torno a unos 50.000 los efectivos de la guerrilla, dividida
en unas seis grandes partidas de más de 1000 componentes y multitud de partidas
de menor entidad e integradas por gentes de todos los grupos sociales. Elabora
hasta estimaciones de las bajas que causó entre los franceses. Su conclusión es
que este ejército invisible fue decisivo en la derrota del invasor. García
Cárcel, en cambio, en la línea del estudio de Esdaile, relativiza esa eficacia
considerándola como un complemento importante, eso sí, de la acción del ejército
regular.
Los otros patriotas
La visión mítico-patriótica
consideró siempre a los
colaboracionistas con el invasor francés como pérfidos traidores y los conoció como afrancesados, esto es, no españoles. Esa
maniquea interpretación comenzó ya a no ser sostenible desde el clásico estudio que les dedicó Miguel Artola, a pesar de las reticencias con
que fue recibida por algunos de los intelectuales orgánicos del franquismo. (Todavía recuerdo la crítica negativa que la
interpretación del libro del historiador liberal recibió del ministro de Franco,
Gonzalo Fernández de la Mora, basada en que no se podía reivindicar a aquellos que, según él, habían aceptado la incorporación al imperio napoleónico del
territorio del norte del Ebro que ordenó
Napoleón, incluso contra la opinión de su propio hermano José).
Fraser, como Artola, distingue claramente
aquellos que apoyaron al régimen bonapartista por oportunismo y arribismo de
los “afrancesados” comprometidos ideológicamente con las reformas que José trataba
de implantar y que no eran muy diferentes de las que adoptaron las Cortes
gaditanas. De hecho, estos “afrancesados” se consideraban tan patriotas como los
españoles del otro bando. En el mismo sentido, García Cárcel explica que en la
realidad la separación entre esa clase de “afrancesados” y los patriotas no fue
en la realidad tan rígida como
mantuvieron después las versiones patrióticas de la guerra. De hecho, muchos de
ellos terminaron colaborando con el otro bando. Como fue el caso del clérigo liberal
asturiano Martínez Marina, que terminó siendo uno de los más importantes
ideólogos de las Cortes de Cádiz.
Personajes
desmitificados
La visión épica de la guerra proporcionó una
valoración maniquea y caricaturesca de los principales personajes de la guerra
que los recientes estudios han ido desmontando. Ni Godoy fue un traidor ni el
rey José un borracho y dócil instrumento de su hermano. Como tampoco Napoleón
un monstruo ni Fernando VII un príncipe mártir primero, un rey deseado después
y un monstruo sanguinario finalmente. La pertinente revisión que realiza García
Cárcel de todos esos mitos, analizando la última literatura histórica acerca de esos
personajes, lo deja muy claro Lo que no quiere decir que después de esa
desmitificación tales personajes salgan bien parados, como recientemente ha
demostrado Fontana en el caso de Fernando VII.
En fin, dos obras
de lectura muy recomendable para estar adecuadamente pertrechados ante lo que se nos avecina con la conmemoración
bicentenaria.
¿JOVELLANOS
DESMITIFICADO?
J. A. V. I
Ricardo
García Cárcel recoge en su libro un
fragmento de la carta en que Jovellanos
declina el ofrecimiento a colaborar con el régimen bonapartista, exponiendo sus
razones de patriota. E insinúa incluso que la tardanza en esa contestación pudo
deberse a las dudas que pudo tener en colaborar o no con el régimen de Bayona.
Por otra parte, pertinentemente, en mi opinión, lo sitúa en la tendencia
conservadora como partidario, cara a la convocatoria de Cortes, de la soberanía
compartida del Rey y la nación. Pero lo considera, además, como un arrepentido
compañero de viaje del “partido” liberal como legitimador a través de la
historia de la convocatoria de Cortes. Ambas
referencias no argumentadas son, en mi opinión, poco adecuadas. La
primera, porque no deja de ser una mera especulación. La segunda, porque su
mención requería una mayor matización.
Publicado en el suplemento cultrual de La Nueva España, de Oviedo)