viernes, 23 de octubre de 2015

PAREJAS CON HISTORIA


                                          PAREJAS CON HISTORIA

 

                                                          Julio Antonio Vaquero Iglesias

 

ENRIQU8E VIII
 
 
 
Ana bolena




Hitller y Eva Baun
      
  
    ¿ Fue Enrique VIII un Barba Azul que se desembarazó, con el repudio, la decapitación y hasta el cisma, de varias de sus seis mujeres para saciar sus incontrolados e ilimitados impulsos sexuales? ¿ De verdad, como le predijo la gitana, fue auténticamente imperial el destino de Eugenia de Montijo con Napoleón III, aquel que Victor Hugo, su gran opositor, llamaba despectivamente Napoleón el  Pequeño?  ¿ El amor entre George Sand, la escritora protofeminista, y Chopin, el genial compositor tísico, fue, en realidad, tan tórrido y romántico como parece sugerirlo el aislado y bello paraje de  Valldemosa donde vivieron  una etapa de sus nueve años de relación? ¿ Se comportó Hitler con Eva Braun como un  modélico varón nazi, es decir, dominante y dominador con su pareja y macho incansable, capaz por sí solo de engendrar toda una nación de arios, si no fuera porque la ineludible doble misión que la genética racial le tenía destinada (construir el “labensraum”, el espacio vital alemán que era, claro es, todo mundo y velar por la pureza de la raza aria, eso sí, eliminando higiénicamente  a los judíos en las duchas-cámaras de gas), no le dejó tiempo material para ello? 

            Quien se acerque a esta colección de  Plaza y Janés sobre las parejas en la Historia  y lea las obras que tratan de las mencionadas más arriba, con el “morbo” de encontrar confirmación de las tópicas y tentativas respuestas que implican las preguntas anteriores, se va a llevar, sin duda, una doble sorpresa. La primera es que la historia como  vida pasada que es suele ser más prosaica que la ficción, pero, a veces, también más sorprendente que ésta. La segunda, que, al menos como intento, hay en estas biografías de parejas célebres, algo más que divulgación- basura. No se limitan al análisis de su relación afectiva y personal, sino que las toman casi como pretexto, en unos casos más que en otros, para divulgar el momento histórico en que vivieron. El propósito, sin duda, está más bien en la línea de hacer compatible el loable “divulga que algo queda” con el fenicio “divulga que algo ganas”. Y  en ese sentido pretenden ser más parejas con historia que historias de parejas. Otra cosa diferente, como ya hemos insinuado, es que lo hayan logrado plenamente.

            Si hemos de creer a David Loades (Enrique VIII  y sus reinas, 1999) no fue Enrique VIII quien se quitó de encima, en el sentido político, a Ana Bolena, sino Cromwell, la “facción aragonesa” y los Seymour por las veleidades reformadoras de la real consorte. Pero, en el otro  sentido, en el literal, sí parece que ocurrió así. Ana extenuó al gran garañón inglés que de incontinente voraz pasó, al menos temporalmente, a continente forzoso, como  se rumoreaba en la corte y hasta la misma reina- ellas siempre tan discretas- comentaba con sus damas.

Por su parte, aquel emperador de salón que fue Napoleón III se dedicó con ahínco a la conquista de Eugenia de Montijo. Pero cuando  ésta se rindió más por el tenaz asedio del imperial galán que por los encantos físicos del sitiador, el napoleónida pronto se cansó de ella y se dedicó a seguir engrandeciendo su imperio con queridas fijas y de postín  y las numerosas modistillas y artistas de medio pelo y de buen ver que pasaron sin apenas dejar huella por su cama. Entre las primeras, destacó, sobre todo, La Castiglione, que se dice  hizo en la cama una buena labor diplomática en favor de Piamonte y su primo el conde de Cavour. Pero, como cuenta Isabel Margarit ( Eugenia de Montijo y Napoleón III, 1999), la aristócrata española (¡ olé, que no chapeau, por ella!)  no  se conformó con su papel de emperatriz- adorno y mujer despechada. Y comenzó a preocuparse por los asuntos de estado del  régimen bonapartista que cuando fue república cercenó las libertades y cuando se convirtió en imperio intentó ser más aperturista. Paradoja que no era tal, porque, tanto en una como en otra etapa, como toda repetición histórica, fue una farsa que ocultaba una dictadura personal de aquel emperador demagogo que Marx – con perdón… de  Miliu Cueto- desenmascaró y criticó duramente. “La Española” como la llamaban los franceses, llegó a ser por tres veces regente en las ausencias de su marido y hasta  representar a la Francia del II Imperio en la inauguración del Canal de Suez.

            Poco o nada  de romántico hubo en la estancia de George Sand y Chopin en Valldemosa. Como relata Fernando Díaz- Plaja ( George Sand y Fréderic Chopin,  1999) la pareja recaló en la desamortizada cartuja mallorquina por indicación de Mendizábal, amigo de George, tras haber sido expulsados de su anterior domicilio  en la isla, por su casero,  temeroso del contagio de la tuberculosis que padecía Chopin.

            No es extraño que los campesinos mallorquines de Valldemosa los rechazasen y  los viesen casi como auténticos demonios. Una pareja  que convivía sin estar casados, que no asistía a misa; ella vestida de pantalones y fumadora empedernida y él tísico y encerrado la mayor parte del día en la celda componiendo algunas de sus obras más tétricas y paseando por la noche bajo las bóvedas de la Cartuja sus terrores nocturnos. Ni amor  romántico ni tórrido, ni siquiera apasionado. George, además de su tormentosa relación  con Musset,  tenía ya una larga experiencia de relaciones  con otros muchos hombres y también le gustaban las mujeres y no sólo por su condición de feminista “avant la lettre”. Pero con Chopin ya sólo conversaba en la cama y manifestaba  hacía él una actitud de ternura, casi una relación de amor materno-filial. (¿ o era paterno-filial…. quién lo sabe?). Desde luego, el recuerdo que les quedó de los mallorquines y por extensión de España no fue nada agradable. Él llegó a decir al irse de Mallorca: “ Cuánto odio a España; he salido de ella como los antiguos caminando hacia atrás”.

            Hitler trató a Eva Braun  como una amante, con exquisitos y caballerosos modales, dando satisfacción a todos sus caprichos y poniéndole incluso el canónico pisito. Esto es, con un modélico y refinado machismo. Pero, como dice  Pere Bonnin (Eva Braun y Adolf Hitler, 1999), oficialmente la Braun sólo fue  su “secretaria” especial, el descanso del guerrero ario. Hoy en la era posmoderna y democrática, sería algo así como su “becaria” a tiempo completo. En realidad, la primera dama oficial del III Reich fue la señora de Goebbels (¿ se acuerdan?, aquel de  “cultura  de la pistola” que diría Gustavo Bueno), la cual también estuvo, parece ser, como lo estaba la amante de Hitler, perdidamente enamorada de aquel redivivo nibelungo de bigotito y flequillo ridículos. Qué les daría, dios mio. Hasta el momento final, cuando ya los soldados soviéticos se acercaban al búnker berlinés, no se casó con Eva, y, aun así, no le ofreció un matrimonio con gran futuro. La luna de miel la celebraron suicidándose. Nunca anteriormente Hitler  consideró a su “tontita”, como él la llamaba cariñosamente y seguro que otros descriptivamente, digna de casarse con él. Una mujer que por dos veces había intentado suicidarse por su idolatrado führer. Él, encarnación del superhombre, sólo podía estar casado con Alemania. Y a pesar de su actitud favorable a la procreación fuera del matrimonio, siempre y cuando las mujeres alemanas fueran fecundadas por machos arios, no quiso tener hijos con su amante para dedicarse  por entero a su heroica misión de que se cumpliese el destino de Alemania. La verdadera razón  parece haber sido, no su impotencia, como se rumoreó, sino que sabedor de sus orígenes incestuosos  temía que su descendencia fuese defectuosa. Le habría tenido que aplicar sus propias leyes eugenésicas y, además, imagínense ustedes el mal ejemplo  y la falta de credibilidad que ello hubiese supuesto para sus altos, rubios y “ojiazules”  seguidores.

            No de bisutería fina, como alguien puede deducir equivocadamente por el título, trata el libro de Juan Balansó, Las alhajas exportadas ( Plaza y Janés, 1999), sino de economía real. Es decir, de las reinas que “exportó” e “importó” España. Pero en este caso son más bien historias de reinas que reinas con historia. Quizás lo más morboso del libro es el tratamiento que el autor da a la  “importada” reina actual. Con el cuidado de quien anda sobre un campo de minas, trata de salirse de los límites de la biografía autorizada y desvela algunos aspectos apenas conocidos o oscurecidos en aquélla. Como lo de su imagen de griega de la Acrópolis de toda la vida, cuando realmente su formación ha sido plenamente teutónica o lo de su “construido” y no muy lejano pedigrí cultural- humanista. Sin duda, me quedo con las parejas con historia. Son más entretenidas y además, con su lectura, uno puede recordar o aprender algo de Historia. De todas las maneras, la próxima vez les hablaré de algo más serio. Perdónenme. 
( Publicado en el suplemento cultural de “La Nueva España

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