viernes, 29 de julio de 2016

,Memoria histórica y democracia

MEMORIA  HISTÓRICA Y DEMOCRACIA
                                                         JULIO ANTONIO VAQUERO IIGLESIAS



            Este libro publicado a finales de 2006 adquiere en estos días un remarcado interés ante la polémica suscitada por los últimos pasos de la tramitación de la denominada Ley de la Memoria Histórica. En realidad, su aparición se inscribe también en el contexto de ese cambio de actitud en el asunto de la política de la memoria seguido por el Gobierno de Zapatero. Coordinado por el historiador Santos Juliá, recoge en sus páginas una interesante aproximación de cuál haya sido la historia de la memoria histórica en España desde la Transición hasta nuestros días, y es el resultado de un ciclo de conferencias previo celebrado sobre ese asunto.
            Santos Juliá  planteó este ciclo de conferencias-libro sobre la siguiente tesis. La idea  tan difundida de que la Transición, tal y como la interpretan algunos, implicó un pacto de silencio de las élites políticas sobre la guerra civil y la dictadura y nos sumergió en una amnesia sobre nuestro pasado reciente, no es sino una falacia. Los propios datos históricos y la abundante producción cultural de memoria habida en estos treinta años sobre ambos procesos  lo probarían fehacientemente. De lo que se trataba era, pues, establecer, desde los diversos ángulos- cine, literatura, libros de texto, historiografía, exilio…- por un destacado grupo de especialistas  en cada campo, los contenidos de la producción de  memoria histórica que se difundieron en nuestra etapa democrática.
            Tras una excelente introducción en la que  expone (Ricoeur dixit) la pertinente diferencia entre las categorías de historia y memoria colectiva o histórica y sus diversos objetivos y naturaleza, Juliá, en su correspondiente trabajo, trata de demostrar con datos y argumentos  la validez de su tesis. No hubo pacto tácito ni explícito. La memoria de la guerra y de la victoria difundida por la dictadura- esto es, la guerra como cruzada contra el comunismo- comenzó a ser sustituida a partir de los años sesenta por la nueva generación, la de los “hijos de la guerra”, por otra memoria diferente fundamentada en la reconciliación y superación de ambos bandos. Ésta fue la que se impuso en la Transición. El dato de que la amnistía que eximió de responsabilidades a las autoridades franquistas, se aprobase en octubre de 1977, es decir, después de las primeras elecciones generales, la abundante producción cultural sobre la memoria de la guerra y la dictadura en esos años y las medidas legales que se adoptaron, son las pruebas que aduce Juliá como demostración  de su tesis.
Paloma Aguilar Fernández, autora de algunos importantes y reconocidos trabajos sobre la memoria de la guerra en la etapa democrática, mantiene, en cambio, una tesis diferente que me parece más matizada y convincente. Sí hubo un pacto tácito y hasta explícito entre las elites políticas de la Transición acerca de no utilizar el pasado de guerra y dictadura en la lucha política. Actitud que en el plano social se correspondió con un deseo generalizado de superarlo. Lo que nos explica las tímidas políticas de la memoria democrática que se implementaron durante esa etapa y hasta los años noventa en que se produjo una eclosión de demanda de memoria en el plano político y social.
            Dos son las  principales  conclusiones que se pueden extraer de la lectura de este libro. La primera es que, hubiese habido o no silencio pactado explícito o tácito,  producción de memoria histórica abierta o restringida o autolimitada sobre  la guerra y el franquismo, las políticas de la memoria de la democracia, incluidas las de los gobiernos socialistas de Felipe Gonzáles, fueron insuficientes. Un sistema democrático  debe promover una memoria histórica coherente con sus  valores y no dejar que perduren los restos y jirones de la antidemocrática  que difundió la dictadura durante cuarenta años. Y era de necesaria justicia resarcir a los vencidos de la guerra y a los represaliados por la dictadura. En ambos aspectos, las medidas que se habían adoptado hasta ahora habían sido puntuales y tímidas como demuestran las demandas de las familias de las victimas y de algunos partidos políticos.  Por ello, las medidas legales establecidas en la futura “Ley de la Memoria histórica” no sólo son justas, sino oportunas y necesarias.  
La segunda conclusión es que la interpretación que han defendido algunos sectores de  nuestra derecha de que la “Ley de la Memoria Histórica” no tiene sino como objetivo uula revancha y tratar de dar vuelta al resultado de la guerra civil, no tiene ningún fundamento. El aumento de la demanda de memoria histórica que se ha producido en la década de los noventa no es algo específico de España, sino algo generalizado en todo el mundo como consecuencia de los profundos cambios históricos que estamos viviendo. Y concretamente en España ha actuado, además, como factor añadido un relevo generacional. Es la generación de “los nietos de la guerra” nacidos en la  democracia la que quiere saber lo que pasó y demandan justas reparaciones para sus abuelos vencidos en la guerra y para sus padres víctimas de la dictadura.
 A quienes, desde el púlpito y la tribuna, defienden esa interpretación de la mal llamada Ley de la Memoria histórica como revanchista, se les podría recomendar reflexionar sobre el chiste de El Roto. Un personaje atrincherado y lleno de miedo mira a lo lejos con unos prismáticos y dice: “¡Los perseguidos, fusilados y represaliados son unos resentidos!”. Sí, amigo lector, es cierto lo que está usted pensando. Ese chiste vale más que las 900 palabras que mi editor me ha permitido endosarle. No me cabe la menor duda.              
 ( Publicado en el esuplemento cultural de La Nueva España, de Oviedo)





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