MEMORIA HISTÓRICA Y DEMOCRACIA
JULIO ANTONIO VAQUERO IIGLESIAS
Este libro publicado a finales de
2006 adquiere en estos días un remarcado interés ante la polémica suscitada por
los últimos pasos de la tramitación de la denominada Ley de la Memoria
Histórica. En realidad, su aparición se inscribe también en el contexto de ese
cambio de actitud en el asunto de la política de la memoria seguido por el
Gobierno de Zapatero. Coordinado por el historiador Santos Juliá, recoge en sus
páginas una interesante aproximación de cuál haya sido la historia de la
memoria histórica en España desde la Transición hasta nuestros días, y es el
resultado de un ciclo de conferencias previo celebrado sobre ese asunto.
Santos Juliá planteó este ciclo de conferencias-libro
sobre la siguiente tesis. La idea tan
difundida de que la Transición, tal y como la interpretan algunos, implicó un pacto
de silencio de las élites políticas sobre la guerra civil y la dictadura y nos
sumergió en una amnesia sobre nuestro pasado reciente, no es sino una falacia.
Los propios datos históricos y la abundante producción cultural de memoria
habida en estos treinta años sobre ambos procesos lo probarían fehacientemente. De lo que se
trataba era, pues, establecer, desde los diversos ángulos- cine, literatura,
libros de texto, historiografía, exilio…- por un destacado grupo de
especialistas en cada campo, los contenidos
de la producción de memoria histórica
que se difundieron en nuestra etapa democrática.
Tras una
excelente introducción en la que expone
(Ricoeur dixit) la pertinente diferencia entre las categorías de
historia y memoria colectiva o histórica y sus diversos
objetivos y naturaleza, Juliá, en su correspondiente trabajo, trata de
demostrar con datos y argumentos la
validez de su tesis. No hubo pacto tácito ni explícito. La memoria de la guerra
y de la victoria difundida por la dictadura- esto es, la guerra como cruzada
contra el comunismo- comenzó a ser sustituida a partir de los años sesenta por
la nueva generación, la de los “hijos de la guerra”, por otra memoria diferente
fundamentada en la reconciliación y superación de ambos bandos. Ésta fue la que
se impuso en la Transición. El dato de que la amnistía que eximió de
responsabilidades a las autoridades franquistas, se aprobase en octubre de
1977, es decir, después de las primeras elecciones generales, la abundante
producción cultural sobre la memoria de la guerra y la dictadura en esos años y
las medidas legales que se adoptaron, son las pruebas que aduce Juliá como
demostración de su tesis.
Paloma Aguilar Fernández, autora de
algunos importantes y reconocidos trabajos sobre la memoria de la guerra en la
etapa democrática, mantiene, en cambio, una tesis diferente que me parece más
matizada y convincente. Sí hubo un pacto tácito y hasta explícito entre las
elites políticas de la Transición acerca de no utilizar el pasado de guerra y
dictadura en la lucha política. Actitud que en el plano social se correspondió con
un deseo generalizado de superarlo. Lo que nos explica las tímidas políticas de
la memoria democrática que se implementaron durante esa etapa y hasta los años
noventa en que se produjo una eclosión de demanda de memoria en el plano
político y social.
Dos
son las principales conclusiones que se pueden extraer de la
lectura de este libro. La primera es que, hubiese habido o no silencio pactado explícito
o tácito, producción de memoria histórica
abierta o restringida o autolimitada sobre
la guerra y el franquismo, las políticas de la memoria de la democracia,
incluidas las de los gobiernos socialistas de Felipe Gonzáles, fueron
insuficientes. Un sistema democrático
debe promover una memoria histórica coherente con sus valores y no dejar que perduren los restos y
jirones de la antidemocrática que
difundió la dictadura durante cuarenta años. Y era de necesaria justicia
resarcir a los vencidos de la guerra y a los represaliados por la dictadura. En
ambos aspectos, las medidas que se habían adoptado hasta ahora habían sido
puntuales y tímidas como demuestran las demandas de las familias de las
victimas y de algunos partidos políticos.
Por ello, las medidas legales establecidas en la futura “Ley de la
Memoria histórica” no sólo son justas, sino oportunas y necesarias.
La segunda conclusión es que la interpretación
que han defendido algunos sectores de nuestra derecha de que la “Ley de la Memoria
Histórica” no tiene sino como objetivo uula revancha y tratar de dar vuelta al
resultado de la guerra civil, no tiene ningún fundamento. El aumento de la
demanda de memoria histórica que se ha producido en la década de los noventa no
es algo específico de España, sino algo generalizado en todo el mundo como
consecuencia de los profundos cambios históricos que estamos viviendo. Y
concretamente en España ha actuado, además, como factor añadido un relevo
generacional. Es la generación de “los nietos de la guerra” nacidos en la democracia la que quiere saber lo que pasó y
demandan justas reparaciones para sus abuelos vencidos en la guerra y para sus
padres víctimas de la dictadura.
A
quienes, desde el púlpito y la tribuna, defienden esa interpretación de la mal llamada
Ley de la Memoria histórica como revanchista, se les podría recomendar
reflexionar sobre el chiste de El Roto. Un personaje atrincherado y lleno de
miedo mira a lo lejos con unos prismáticos y dice: “¡Los perseguidos,
fusilados y represaliados son unos resentidos!”. Sí, amigo lector,
es cierto lo que está usted pensando. Ese chiste vale más que las 900 palabras
que mi editor me ha permitido endosarle. No me cabe la menor duda.
( Publicado en el
esuplemento cultural de La Nueva España, de Oviedo)
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