LOS RELATOS DE ESPAÑA
Julio Antonio Vaquero Iglesias
Historias de las dos Españas (Taurus, 2004) del
historiador Santos Juliá no sólo trata
de los “relatos” que los intelectuales españoles nos han ido contando a lo
largo de la edad contemporánea sobre la historia de España, sino que intenta
ser también una historia de esos intelectuales que los construyeron y, sobre
todo, de la intelectualidad que los difunde. Estamos, pues, ante un intento
loable y conseguido en cierta manera de trazar una historia de los
intelectuales españoles contemporáneos. Santos Julíá era, desde luego, por sus
trabajos previos, uno de los historiadores españoles más idóneos para llevar a
cabo esta tarea. Algunos de esos
trabajos, de excelente contenido y factura, fueron publicados como artículos en la revista Claves de la Razón Práctica, tales como los referidos a los intelectuales
falangistas liberales de la guerra civil y del primer franquismo o el dedicado
a los discursos sobre la historia de España entendida como anomalía y en el que ya estaba en germen el contenido de
este libro.
No es que este libro sea el primero
y único sobre este asunto. Tenemos algunos excelentes como el de Javier Varela,
que denomina “novela” a esas visiones de la historia de España, y los de Sisinio Pérez Garzón y José Álvarez Junco sobre
el contenido y la construcción de discurso histórico del nacionalismo español. Pero lo singular o
específico de este último de Santos Juliá
es, en mi opinión, el enfoque o modelo teórico desde el que se escribe.
Ese enfoque supone el fijar el punto de atención, tanto en al contenido de esos “relatos” de las
historias de las dos Españas, como en la caracterización sociológica y en el
modo de ser, percibirse y actuar de sus autores, los intelectuales o la
intelectualidad, esto es, el grupo generacional. Además de que el contenido del
libro abarca todo el arco de la historia contemporánea y trata tanto los
discursos del nacionalismo español como de los del periférico. Visión de
conjunto que no existía. Aunque, en el caso del discurso del nacionalismo periférico,
nuestro autor sólo trate del catalán y no del vasco. Lo que deja un clamoroso e
inexplicable por inexplicado hueco en el libro.
Veamos, pues, a continuación esos
dos aspectos. Lo que en Javier Varela era “novela”, y en la aportación de Sisinio Pérez Garzón y, en
cierto sentido, en la de José Álvarez Junco, discurso ideológico, aquí es
“relato”. Juliá atribuye a esas visiones
de la historia de España de nuestros intelectuales la condición de “grandes
relatos”, esto es, adopta la categoría analítica del posmoderno Lyotard. Desde
esa perspectiva posmoderna, los grandes relatos son o tienen poco que ver con los
análisis historiográficos de carácter
científico, son construcciones, según la terminología posmoderna,
metahistóricas. Desde ese fundamento teórico, se les niega, pues, su condición
de discursos ideológicos que, en otro modelo teórico más “duro” que el
posmoderno, deberían ser objeto del análisis historiográfico relacionándolos con
los otros niveles de de la realidad
histórica para explicar, no sólo comprender, el proceso histórico total y la
función que, dentro del mismo, ejercen
tales discursos. De ahí que Juliá,
aunque no se limite únicamente al análisis de los contenidos de esos relatos,
no vaya más allá de la contextualización política y social de la situación
histórica concreta desde la que se
emiten. Lo que, por otra parte, no es poco, dado que todavía
frecuentemente los historiadores no
practican tal contextualización en sus análisis de los discursos
ideológicos y porque, además, dentro de
ese, a nuestro entender, limitado enfoque, Juliá se muestra como un consumado
historiador no sólo por la gran capacidad de análisis y el profundo
conocimiento que tiene de la
bibliografía y las fuentes que maneja, sino también por las brillantez de su
forma de exposición.
La influencia del posmodernismo no sólo se
limita a Lyotard, sino que el autor también toma, en este caso, de un
historiador posmoderno, Hayden White, sus análisis sobre la estructura y la
forma de los “relatos”. Los relatos de la nación que Juliá va reconstruyendo, a
partir de los escritos públicos, no privados, de nuestros intelectuales contemporáneos, responden a una tipología
constante. Son narraciones en las que la trama del relato, casi siempre
trágico, pero con un posible final feliz,
parte de un núcleo argumental, la consideración de que la
nación actual, la coetánea del intelectual que la interpreta , sea ésta la española o la catalana, está destruida por una anomalía ocurrida durante su desarrollo
histórico, sea ésta la intervención de
una monarquía extranjera o un pueblo invasor, o la influencia de una cultura o
nación extraña a su ser nacional, o la acción de una masa amorfa que ha pervertido la esencia de la nación.
Esencia de la nación que garantiza la unidad nacional y se identifica con la
asunción de un determinado elemento nacional en cada relato como pueden ser la
libertad del pueblo, la religión católica, una identidad basada en la raza, o la existencia de un pueblo consciente.
El relato se construye desde el presente, busca su justificación en el pasado y se proyecta
hacia un cambio en el futuro con la erradicación de la anomalía.
Ésa es la estructura y la trama argumental que el autor constata en todos
los relatos de los intelectuales españoles contemporáneos sobre la nación.
Relatos sobre la nación, porque la reconstrucción comprensiva que Juliá realiza
de los temas tratados por éstos, nos
muestra, según él, un contenido
polarizado por el asunto de España como nación. Y en todos ellos aparece
una España desdoblada. La que participa de la esencia de la nación y aquella
otra que expresa y participa de la
anomalía: la vieja y la nueva España, la España oficial y la real, la España
verdadera y la Anti- España. Tales relatos sobre la nación componen, pues, la
historia de las historias de las dos Españas. Sus autores, los intelectuales, las
difundieron a través de la palabra escrita o la voz. Y para ello utilizaron
variadas plataformas, organizaciones e instrumentos de intervención en los
espacios públicos, desde el libro, la prensa y la tribuna al mitin y la
protesta en la calle y desde los
partidos a las organizaciones no partidarias, pasando por muchas otras formas. Esos
intelectuales, casi siempre, sobre todo a partir de fines del siglo XIX, no
actuaron de manera individual, sino relacionados entre sí agrupados en marcos generacionales,
En coherencia con tales planteamientos, Santos
Juliá desarrolla detalladamente en cada uno de los diez capítulos que componen
su libro, tanto los contextos y el contenido de los relatos sobre España de las
diferentes generaciones de intelectuales, como algunos de sus rasgos
sociológicos y los procedimientos que emplean para su labor de difusión.
Comienza el autor, en el primer capitulo, con los relatos de los “escritores públicos” (todavía no
existía el término intelectual y no se había producido la separación entre los
políticos profesionales y los escritores) de la revolución liberal
distinguiendo entre el discurso sobre la nación de los liberales
revolucionarios, que inventan la nación para contar la revolución, y el de los
liberales conservadores que, frente aquellos, buscan en la religión católica la
esencia y la unidad de la nación que los revolucionaros, según ellos, destruían
introduciendo entre los españoles doctrinas ajenas a las esencias patrias..
Tras el fracaso del Sexenio Democrático, se recompone el relato nacional.
Los krausistas e institucionistas ven la anomalía en la ignorancia del pueblo
español y depositan en la educación a
largo plazo la solución. Mientras que los del “98” ven ante ellos masa y no
pueblo e incluso degeneración de la raza. Con tanta tragedia encima no es
extraño que pronostiquen la muerte de la nación como fundamento para
que se produzca una nueva resurrección, pero su acción se limita a protestar y agitar
a la masa para después irse a casa y
esperar sin hacer nada a que la muerta resucite (2º capítulo).
Los
intelectuales catalanes construyen primero el relato de la “doble patria” para
después, pasando del regionalismo al nacionalismo, desarrollar el de la nación
única dormida que hay que despertar y conseguir articularla en el Estado
español, tratando de obtener primero la hegemonía cultural en su nación y
después participar del poder político (3º capitulo).
La generación del 1914, con Ortega a
la cabeza, supone el final de la protesta lastimera y sin fin de los noventyochos y el intento de
encauzar a través de la política el desvío de Europa que había sufrido España,
desvío que era el nervio crucial de su relato. La función del intelectual era
para ellos ayudar a formar una minoría selecta que penetrase, educase y
condujese a la masa. Y su forma de actuar a través del libro, el artículo, la
conferencia y la formación de agrupaciones de intelectuales que no fueran
partidarias. Aunque casi todos ellos, incluido Ortega, se dejaron llevar por el
canto de sirena que era la retórica de Melquíades Älvarez y formaron un tiempo parte de la criatura de éste: el Partido Reformista.
Clarificada la posición del reformismo con su colaboracionismo con los decrépitos gobiernos dinásticos de la Restauración,
muchos de los intelectuales de esa generación abandonaron el barco monárquico
que hacia aguas por todas las partes y se mostraba inviable para cualquier
reforma democrática del régimen, se hicieron republicanos de verdad y trataron
de establecer relaciones con el partido socialista o crear su propio partido de
intelectuales como fue el caso de Azaña. Éste desarrolló el relato de España- valoro yo, no el autor- que más se
pareció a una interpretación
historiográfica de la historia de España y que, por cierto, más allá del mito
de la nación desviada de su esencia, tomaba su fundamento de la historia inmediata,
la de revolución liberal- burguesa y de la lucha de clases. Era el discurso de la
revolución popular y democrática. Esto es, vuelvo a interpretar yo, no el autor,
casi un antirrelato (capítulos 4 Y 5ª).
En el marco, en España, de la caída de la
Dictadura de Primo de Rivera y, en el plano internacional, en el de de la crisis de las democracias y el surgimiento
de los fascismos y el avance de la Rusia soviética, los intelectuales de la
nueva generación la del 27 y la guerra o bien adoptaron, la mayoría, la actitud
de apoyo del antifascismo o bien, los menos, la defensa de éste. El relato de
España dominante durante la guerra civil fue para los primeros el de la lucha
del pueblo español contra los invasores
y traidores (capítulo 6º).
En la primera etapa de la era
franquista, se desarrollan los relatos y las actividades de los intelectuales que representan a los
vencedores de la guerra civil. Por una parte, los católicos, tanto los
totalistas que venían de Acción Española y Renovación Española, como los
gradualistas, cuyo origen estaba en Acción Popular y en la CEDA. Por otra, los
fascistas. Los primeros, los católicos dedicados a reconquistar para Cristo la
sociedad y el Estado, insistiendo en la difusión del relato que consideraba su
España, la de los vencedores, como la única verdadera y la otra, la de los vencidos, como la Anti- España.
Los segundos tuvieron como objetivo construir el nuevo Estado totalitario. Son los
que se han denominado falangistas liberales y que, con plena razón, Juliá
considera que de liberales no tuvieron nada. Ni en su actividad política ni en
su recuperación, a través de la revista Escorial, de algunos de los escritores del bando de los vencidos como
Antonio Machado. Su tarea política fue derribar los restos que quedaban del
régimen liberal, construir un Estado totalitario e intentar imponer una
política imperialista. La integración de los intelectuales del otro bando se
planteaba desde la subordinación de sus principios a los del nuevo régimen o,
al menos, de su aceptación de un silencio cómplice. Pasada la etapa fascista
del régimen, en los años cincuenta, esas
dos clases de intelectuales, los católicos y los de procedencia fascista,
adoptaron posturas encontradas, al menos formalmente. Unos, los de origen fascista, mantuvieron actitudes
comprensivas (Laín, Tovar) y otros, el sector católico que se movía en el
entorno del Opus Dei, actitudes excluyentes. Ambas posturas enfrentadas, se
expresaron también en sus relatos de España como los que aparecen en la
polémica entre Pedro Laín Entralgo, con su interpretación de “España como
problema”, y Rafael Calvo Serer, miembro
de la Obra, con su “España sin problema”
(capítulos 7º, 8º y 9º).
El último capítulo lo dedica Santos Juliá
análisis de la actividad y el discurso de los intelectuales disidentes del
franquismo. Éstos, argumenta Juliá, siguiendo la interpretación aceptada hoy por
la mayoría de los historiadores, no
procedieron de la tradición liberal ni de las de otras ideologías. Fueron los
hijos de los vencedores y de los vencidos quienes tomaron conciencia en la
Universidad de la realidad oprobiosa del régimen y una gran parte de ellos
encauzó su disidencia a través de la ideología marxista y de las organizaciones
de izquierda. En esa toma de conciencia, los incidentes universitarios de 1956
fueron decisivos. A partir de ese momento comprendieron que sus maestros
universitarios, los procedentes del sector comprensivo, eran de barro, como
dijo expresivamente Juan Benet, y comenzaron a romper todas las amarras con la
Dictadura, apuntándose al discurso de la reconciliación nacional.
En resumen: si dejamos a un lado las
limitaciones derivadas de su modelo teórico, limitaciones que, mi modo de ver, lastran el estudio de Juliá en
cuanto a sus posibilidades explicativas,
quedando su análisis en el nivel puramente comprensivo de los discursos
ideológicos, que no relatos, sobre las historias de las dos Españas; si, además,
pasamos por alto algún vacío grave como
el no tratamiento del relato del nacionalismo vasco, el escaso espacio que
dedica al de los regeneracionistas de la Institución Libre de Enseñanza y la poca sistematicidad con que trata el
componente sociológico de los intelectuales, si no reparamos en todo lo
anterior, repito, y hacemos una valoración global, estamos entonces ante un
libro no sólo de referencia para historiadores, sino de recomendable lectura para toda clase de lectores, sobre todo, en
estos tiempos tensos que se nos avecinan con la reforma del modelo de Estado.
Sólo por la finura de los análisis de
los contextos en los que los intelectuales construyen sus relatos de España,
merece la pena su lectura, la cual es,
además, agradable por la brillante capacidad de exposición a que nos tiene
acostumbrados Santos Juliá. Ojalá que su
pronóstico acerca de que la democracia traerá el fin de los “grandes relatos”
sobre las dos Españas, se cumpla alguna vez. Pero basta mirar a nuestro
alrededor estos últimos tiempos, hacia dentro y hacia fuera, para ser
conscientes de que, hoy por hoy, desgraciadamente, tal pronóstico no se ha
cumplido en la realidad política que vivimos. Tal vez porque el modelo teórico
de los “relatos” en que fundamenta ese pronóstico no sea el más adecuado.
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