jueves, 30 de julio de 2015

UN PASADO QUE NO PASA


                                                  UN PASADO QUE NO PASA

       

 
ALBERT SPEER

                                            
 
                                                         JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS

            Alimentada ahora por las explosivas  y acusatorias declaraciones de Saramago de que las antiguas víctimas se han convertido hoy, en Yenín, en verdugos, la interrogación sobre Auschwitz no sólo  sigue siendo plenamente vigente, sino que, incluso, ha adquirido notoria actualidad. En efecto, el famoso Debate de los historiadores alemanes en los años ochenta sobre el significado del nazismo continúa reproduciéndose incesantemente en los últimos tiempos. Como demuestra la continua y  abundante  producción historiográfica  sobre el tema, Alemania sigue tendida en el diván del sicoanalista preguntándose el porqué de aquel descenso a los infiernos que supuso el nazismo, y cuál la responsabilidad en él del pueblo alemán. Responder que fue la obra de un demente que logró, con su magnetismo personal, implicar a todo un pueblo, puede ser una respuesta justificadora, pero nunca satisfactoria para los historiadores. Y desde luego no es válida para una asunción crítica de su pasado por los alemanes. La única posibilidad de “exorcizar” aquel tiempo de horror es tratar de comprender y explicar lo que pasó y esa explicación, desde luego, no implica- como mantienen algunos- ninguna clase de justificación para ese pasado de barbarie que si bien fue nefasto, debe dejar de ser para siempre nefando, innombrable. Y más hoy en que la sombra del fascismo vuelve a ser alargada.

            Entre las innumerables e importantes  obras que se han publicado en España después de la biografía de Hitler de Kerswasch, que marca un antes y después en la bibliografía sobre el nazismo, hay que destacar estas dos memorias recientemente publicadas  de sendos actores de aquel tiempo sombrío de amenaza y dominio de la Bestia. Además de pertenecer, no a la pequeña burguesía que fue la base del Partido Nazi, sino a familias acomodadas de la burguesía alemana, lo que une, sobre todo, a ambos autores es, paradójicamente, la dialéctica que vincula a las víctimas y verdugos. Porque lo que separa a las dos obras es su finalidad: una, escrita desde la perspectiva de las víctimas, tiene como propósito principal la denuncia del nazismo y el intento de hallar una explicación para la participación en él del pueblo alemán; la otra, realizada desde  la de los verdugos, bajo el explícito objetivo de exponer el autor su papel en el gobierno nazi y aceptar su responsabilidad por ello, no es sino una inteligente y hábil autojustificación a  posteriori de su conducta.

 Historia de un alemán ( Destino, 2002) es una memoria de juventud del escritor y periodista alemán Sebastián Haffner. Fue escrita  1939 y ha sido  recuperada y editada ahora tras su muerte. Con un brillante estilo que aparenta esa sencillez que nace de la complejidad, pleno de ironía, fino humor y desbordante de desprecio por los nazis, Haffner, desde la perspectiva de su experiencia vital, que es la de un miembro de la generación que nace con el siglo, nos cuenta cómo vivió esa generación de alemanes la Gran Guerra y la convulsa historia alemana posterior de la Republica de Weimar, ambiente histórico que fue el caldo de cultivo para la emergencia del fascismo y su llegada al poder.

Dos apreciaciones de Haffner llaman poderosamente la atención por su pertinencia. La primera es que, contra la idea expuesta por algunas de la interpretaciones de los fascismos, descarta a  los excombatientes de la Gran Guerra como uno de los actores básicos del nazismo. E identifica, en cambio, a su generación, la nacida entre 1900-1910, como la que, principalmente, se comprometió con él y lo apoyó. Porque, primero, sus miembros fueron impregnados , desde la infancia y la adolescencia, del ambiente bélico, pero teniendo de la guerra sólo una experiencia indirecta, como si de un patriótico juego se tratara. Para, después, caer  en el descontento, por las consecuencias para Alemania de la derrota, y por el temor de la inseguridad derivada de la evolución caótica de la  Alemania weimariana.

 Pero, sobre todo, llama la atención cómo en este libro, escrito en 1939, es decir, después de haberse producido ya algunos de  los episodios y acciones antisemitas del nazismo, pero, años antes, todavía, de que la “solución final” comenzara a tomar cuerpo, el escritor alemán  vaticinó y supo ver el alcance  trascendente y singular del Holocausto.   

           Las Memorias de Albert Speer ( El Acantilado, 2001), arquitecto y ministro de Armamento de Hitler, están escritas en los años cincuenta en  Spandau, donde cumplía condena de veinte años impuesta por el Tribunal de Nuremberg. Y fueron retocadas, después cuando salió de la cárcel con el asesoramiento de sus editores y del historiador alemán J. Fest.. Su finalidad no es otra que  la justificación de su actuación como dirigente del régimen nazi. Pero todo parece indicar que con esa reelaboración posterior se trató de rebasar esa originaria finalidad exculpatoria y darle un enfoque de crónica histórica del nazismo a través de las impresiones y recuerdos del autor sobre aquellos hechos que vivió directamente y de aquellos siniestros  personajes que formaron la cúpula del Tercer Reich con los que convivió íntimamente.

       De los dirigentes nazis que se juzgaron en Nuremberg, Speer fue uno de los pocos que se defendió aceptando su responsabilidad en los  terribles crímenes del nazismo . Pero lo hizo negando su participación directa en ellos. Sólo reconoció su responsabilidad indirecta, derivada de su colaboración con el gobierno de Hitler.

        Negó siempre tener conocimiento del genocidio judío. Únicamente, admite que, ya casi al final del dominio nazi, le llegaron rumores sobre los campos de exterminio, rumores que, temeroso de lo que podría averiguar, no trató de confirmar. Pero las numerosas  contradicciones que emergen de su texto demuestran la futilidad de sus esfuerzos justificadores. Su propio miedo a saber la verdad de la atrocidad que se estaba cometiendo con los judíos es la mejor demostración de que, aunque no conociera los hechos concretos,  in pectore, al menos,  sí sabía  lo que estaba pasando. Ni sus críticas al trato infrahumano de los trabajadores en las fábricas de cohetes gestionadas por las SS, le eximen tampoco de su responsabilidad acerca de la condición de esclavos y las deportaciones masivas de trabajadores de los territorios dominados de las que fue responsable  como ministro de Armamento. Así como su insistencia en no haber leído Mein Kampf, queda invalidada cuando, en su relato, justifica con la propia Biblia nazi su intento frustrado, al final de la guerra, de eliminar a Hitler.

           Pero, sobre todo, lo que difícilmente puede justificar es su responsabilidad directa  en haber puesto en pie una maquinaria bélica cuya objetivo final era que la Alemania nazi dominase el mundo por la fuerza, imponiéndole su pretendida hegemonía racial. Y lo cierto es que en ello demostró una gran eficacia, a pesar de las continuas interferencias y megalomanías de Hitler. Por ello, llegó a alcanzar un rango muy elevado en la corte hitleriana  y en la estima del caudillo fascista hasta llegar a ser considerado, antes de caer en desgracia, como uno de los probables sucesores del Führer.

 En su descargo, Speer insiste, sobre todo, en un hecho. Hitler, como una expresión más de su mesianismo ideológico, consideró, cuando la derrota era inminente, que su fin debía de ser también el de Alemania y los alemanes por no haber  respondido éstos a las expectativas de raza y nación superiores que él les había atribuido. En consecuencia, concibió el bárbaro proyecto de llevar a cabo una destrucción total de las infraestructuras y economía alemanas y de los territorios ocupados antes de que fuese definitivamente derrotado. Speer , con su oposición encubierta a ese nihilista deseo de Hitler, consiguió que no llegara  a ejecutarse.

Si los esfuerzos justificadores de Speer no convencen, en cambio, sí hay que reconocer que sus memorias son una fuente básica para la reconstrucción del funcionamiento interno de aquella  corte hitleriana, de sus intrigas y luchas por el poder y del papel y carácter de sus dirigentes, así como de los rasgos psicológicos, actitudes y  decisiones  de Hitler en los principales acontecimientos de la guerra.

La imagen que nos transmite de Hitler tiene poco que ver con la que difundió la propaganda de Goebbels. A parte del magnetismo personal que, dice,  emanaba en determinados momentos de su persona y bajo cuyo influjo él reconoce que también cayó, Speer lo ve como un pequeño burgués con escaso nivel cultural, cuya principal faceta era ser un diletante en todo; que prefería las operetas a la ópera y  las comedias, y los espectáculos frívolos al cine y al teatro serios. Curiosamente, su descripción psicológica de Hitler encaja perfectamente con la ambivalencia formal de la ideología nazi. Por una parte, en coherencia con el racionalismo instrumental fascista, es capaz de comportarse como una persona racional y fría, lúcida y con gran autodominio en momentos difíciles, y confiar y utilizar la tecnología bélica más avanzada. Por otra, congruentemente con el irracionalismo trufado de violencia y la moral pequeño burguesa de los nazis, adopta actitudes supersticiosas e irracionales como creer ciegamente que su destino es, como el de Alemania, providencial; o ser insensible al sufrimiento y muerte de cientos de miles de soldados alemanes para conseguir sus designios, y a la vez, mantener unas actitudes pudibundas en su relación con Eva Braun. Con mirada crítica y despreciativa caracteriza Speer, también, a casi todos los personajes de aquella fauna que pululaba por la corte nazi. La descripción del segundo personaje en rango del régimen, Göring, es la de un personaje histriónico, con gustos de nuevo rico, corrupto, depredador de los museos pictóricos de los países ocupados para enriquecer su colección pictórica particular, y adicto a la morfina. Y nos descubre el gran poder que tuvo Bormann como secretario de Hitler y representante directo del partido nazi ante el dictador. Poder que le convirtió en el centro de las muchas intrigas que , por activa y pasiva, se tejieron entre la  camarilla que dominaba la corte hitleriana.   

Todo el contenido del libro de Speer encaja perfectamente con la clásica interpretación del nazismo como movimiento político llevado a cabo por sectores de la clase media y pequeña burguesía portadores de los intereses del gran capital. La política de la producción de armamento del arquitecto y ministro de Hitler se basó en la autorresponsabilización de la industria privada para contribuir a las demandas crecientes del rearme alemán y, a lo largo del libro, las referencias de la contribución de los “jefes de la industria” son numerosas. En un discurso pronunciado, al final del período nazi, ante los principales empresarios alemanes dándoles las gracias por su apoyo en la guerra, el propio Hitler llegó a decir: (...) el fomento de la iniciativa privada es la única premisa  que permite la evolución real de toda la humanidad. Cuando esta guerra acabe con nuestra victoria, la iniciativa privada de la economía alemana vivirá su mejor época (...)”.

La lectura de estos dos libros nos permite comprender bien por qué aquel pasado, para el país de los verdugos, Alemania, es un pasado que no pasa. Y cómo para los alemanes de hoy , si quieren encarar rectamente su futuro, sigue siendo necesario no caer en su olvido, ocultarlo  o deformarlo  como quiere el revisionismo del Holocausto, sino llegar a  su comprensión para- renegando de él- asumirlo y integrarlo en su memoria histórica. Del mismo modo que nos lleva a entender que, para las víctimas, los judíos, sea un pasado indeleble. Pero, desde la perspectiva actual, es decir, mirando Auschwitz desde Yenín, ese pasado también debe de ser un espejo para que los judíos viéndose reflejados en él como víctimas, no puedan utilizarlo como justificación para convertirse en verdugos.    

                       

 

                                EL  ARQUITECTO DE HITLER

                                               J. A. V. I.

        Hitler tuvo verdadera pasión por la arquitectura. Fue, en realidad, un arquitecto frustrado. Speer pasó a formar  parte de su círculo íntimo por ello. El dictador nazi concibió la arquitectura como elemento de propaganda y expresión simbólica de la ideología nazi. Proyectó y construyó en un tiempo récord la Cancillería del Reich y un descomunal anfiteatro en Nuremberg para las reuniones del Partido y fue el diseñador de aquellas monumentales escenografías, llenas de banderas, águilas y esvásticas que servían de marco para las actuaciones públicas de Hitler. Y éste le encargó sus dos  más queridos y megalómanos proyectos: la reordenación de Berlín y completar el campo del Partido de Nuremberg. El Fuhrer pretendía transformar Berlín en la capital de su futuro Imperio mundial. Se trataba de imitar a París, pero  superándola. El proyecto implicaba la construcción en el centro de Berlín de una avenida de mayor longitud y anchura que los Campos Elíseos. Ésta terminaría en un Arco de Triunfo, de varias decenas de metros más elevado que el parisino, y daría paso a una gran plaza denominada “Adolf Hitler”. Detrás de ese conjunto, se construiría la Gran Sala con una cúpula netamente superior en altura que la del Vaticano. La cúpula estaría coronada por el águila imperial que tendría entre sus garras la bola del mundo.

 (PUBLICADO EN EL SUPLEMENTO CULTURAL, CULTURA, DE LA NUEVA ESPAÑA DE OVIEDO)

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