FERNADO VII, EL REY FELÓN
Julio Antonio Vaquero Iglesias
La biografía histórica
es, sin duda, un género de difícil
factura. El historiador puede caer a veces en el error de centrarse exclusivamente en su personaje y no darle la debida importancia al contexto histórico
en que se mueve y en otras ocasiones proceder a la inversa: ensombrecer al biografiado por
poner excesivo énfasis en su tiempo histórico. Lo difícil es, sin duda, saber
conjugar esos dos aspectos con un difícil equilibrio. Que el personaje
biografiado quede, por una parte, individualizado en su pensamiento, actitud y
obras y, por otra, que esos aspectos cobren todo su sentido en el marco de la época y la sociedad que le
tocó vivir.
En este caso (Fernando VII. Un rey deseado y detestado) , Emilio Laparra,
catedrático de Historia contemporánea de la Universidad de Alicante, ha sabido
conjugar bastante bien esos dos planos
al desarrollar la biografía del llamado
rey felón y es por ello, sin
duda, justo merecedor del XXX Premio Comillas de Historia, Biografía y
Memorias. Laparra ya había demostrado anteriormente con su biografía sobre
Godoy su gran capacidad para este difícil género historiográfico. Lo cierto es que tanto el padre ahora con esta obra de La
Parra, como su hija Isabel II, con la biografía que le dedicó Isabel Burdiel de
hace unos años, han sido objeto de dos excelentes análisis biográficos.
La verdad es que la caracterización
que realiza nuestro historiador del personaje deja, incluso, por los suelos la
imagen horrenda que nos había venido
transmitiendo del rey la historiografía liberal, con una diferencia, y es que
el autor demuestra con su
minucioso análisis documental y
bibliográfico de la actuación política y personal del rey que fue un personaje astuto,
maniobrero, con cierta inteligencia práctica, pero con escasa capacidad
intelectual, pero desde luego sin ningún valor moral. La figura que
emerge de este análisis biográfico es la de un Fernando VII que en lo personal es un personaje rastrero, sin palabra, mal
hijo, campechano, amigo de los chistes y de las burlas populares que disfruta
con los miembros de su camarilla. Su propia madre le caracterizó, y tenía
motivos y conocimientos para ello, de la manera siguiente: “Mi hijo es de muy
mal corazón, su carácter es sanguinario, jamás ha tenido cariño a su padre y a
mi….”.
Si en lo personal, no fue, desde luego, un
dechado de virtudes, en lo político fue un golpista consumado; forzó la
abdicación de su padre Carlos IV a su favor en el motín de Aranjuez e inició una política populista con una
sanguinaria persecución de Godoy y sus
seguidores Animado por Napoleón dio otro
golpe de estado a su vuelta del cautiverio (¿?) de Valençay el 4 de mayo de 1814, contra el régimen liberal
de Cádiz. Y volvió a las andadas en el Trienio liberal apoyando la invasión de
los ejércitos de Angulema
La
política contra sus enemigos siempre fue la de la represión sin piedad. Primero, con la
abdicación forzada de su padre en 1808,
la ejerció contra Godoy y sus amigos (paradójicamente a Jovellanos que no
comulgaba ni remotamente con sus planteamientos políticos, lo puso en libertad
de su forzado exilio de Mallorca por haber sido Godoy y la reina los responsables del mismo y no como
reparación de la injusticia cometida con él). La llevó a cabo después contra los liberales a los que encarceló, fusiló u obligó
a irse al exilio político, promoviendo
la primera ola de refugiados políticos de la historia contemporánea de España.
E, incluso, esa represión la ejerció contra su propio pueblo (aquel que le aclamaba
como el Deseado) cuando las manifestaciones populares no secundaban sus
propósitos. Y en muchas ocasiones la
ejerció con suma cautela procurando buscar las coartadas precisas y los hombres
de paja adecuados para que no le pudiese
atribuir a su persona real y así quedase exonerado de su responsabilidad. Tras
su vuelta de Francia, como instrumentos de esa represión y control social,
Fernando VII restauró la Inquisición que había sido abolida en las Cortes de
Cádiz y permitió el regreso de la Compañía de Jesús para imponer la ortodoxia
ultracatólica.
En fin, por si faltaba algo en este catálogo
de iniquidades, Fernando VII fue un
verdadero traidor a su patria. La Parra
llega a enumerar y analizar las
ocasiones en que, en Valençay, el Príncipe de Asturias renegó de España:
desde su intento de pasar a formar parte de la familia de Napoleón y reconocerle
pública y notoriamente como “nuestro
augusto soberano” hasta felicitarlo por las victorias que las fuerzas invasoras
francesas obtenían en suelo español, pasando por otras varias. No es de extrañar
que ninguno de los varios planes de evasión que desde el inicio de su “prisión”
palaciega francesa se intentaron desde
España e Inglaterra para liberarlo, fuera secundado por el Príncipe de Asturias
y los infantes. Con lo que su liberación y vuelta a España hubiesen supuesto
para el estímulo de los ejércitos españoles en su lucha contra el invasor
francés.
Que Fernando VII, dejando aparte su etapa de
monarca constitucional a la fuerza en el Trienio liberal, no restableció la
monarquía absoluta de sus antecesores, sino un régimen de poder personal ya lo
sabíamos por Artola, Fontana y otros, pero La Parra en este libro le da una
nueva vuelta de tuerca a esta característica principal de su monarquía con un
análisis pormenorizado de su funcionamiento a lo largo del tercio de siglo que
duró su complejo reinado. Ese carácter
personal de su poder que anulaba los limitados contrapesos que sustentaban la
monarquía absoluta tradicional ya lo había esbozado en aquella breve etapa en
que en Aranjuez consiguió la abdicación forzada de Carlos IV y lo continuó
después a su vuelta del “cautiverio” francés en que comenzó no cumpliendo su
promesa de convocar a las Cortes y llevó a cabo la primera ola de represión
contra los liberales de Cádiz. Y lo consumó en el llamado sexenio absolutista tras la
caída de los liberales en el Trienio
Los organismos tradicionales de gobierno de la
monarquía absoluta fueron sustituidos
por un grupo de consejeros privados que ostentaba el verdadero poder en la
monarquía mientras los gobiernos
nombrados por el rey apenas tenían su confianza y sus componentes eran
despedidos frecuentemente sin motivos aparentes e, incluso, algunos de ellos
desterrado o condenado a prisión. El verdadero núcleo de poder estaba en los componentes de ese consejo privado. Pero
también en lo que se llamó después por
la historiografía liberal “la camarilla” aquel conjunto de personajes (los más
notables fueron, sin duda, el duque de Alagón y Chamorro cuya profesión inicial
había sido la de barrendero de palacio) que poblaba su antecámara y no sólo le adulaba,
reía sus gracias y le acompañaban en sus
salidas nocturnas por Madrid en sus aventuras y devaneos amorosos
extraconyugales que le costaron incluso algunos graves disgustos con la real consorte, sino que fue,
sobre todo, un verdadero grupo de presión que le influía políticamente e incluso intervenía en los negocios de estado.
Si a todo lo anterior, le añadimos la pérdida de nuestro
imperio colonial americano en la que Fernando VII jugó también un papel negativo importante, como analiza La
Parra, es fácil comprender la conversión de España durante su reinado de gran
imperio en una pequeña potencia de
segundo orden en el concierto internacional de la época.
En fin, no es fácil predecir (ni los críticos ni los historiadores
pueden predecir el futuro) si ésta será o no
la biografía definitiva de Fernando VII. Pero parece fuera de toda duda
que los posibles estudios que le sucedan tendrán, sin duda, que
contar con ella.
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