UN PASADO QUE NO PASA
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ALBERT SPEER |
JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS
Alimentada
ahora por las explosivas y acusatorias
declaraciones de Saramago de que las antiguas víctimas se han convertido hoy,
en Yenín, en verdugos, la interrogación sobre Auschwitz no sólo sigue siendo plenamente vigente, sino que,
incluso, ha adquirido notoria actualidad. En efecto, el famoso Debate de los
historiadores alemanes en los años ochenta sobre el significado del nazismo
continúa reproduciéndose incesantemente en los últimos tiempos. Como demuestra
la continua y abundante producción historiográfica sobre el tema, Alemania sigue tendida en el
diván del sicoanalista preguntándose el porqué de aquel descenso a los
infiernos que supuso el nazismo, y cuál la responsabilidad en él del pueblo
alemán. Responder que fue la obra de un demente que logró, con su magnetismo
personal, implicar a todo un pueblo, puede ser una respuesta justificadora,
pero nunca satisfactoria para los historiadores. Y desde luego no es válida
para una asunción crítica de su pasado por los alemanes. La única posibilidad
de “exorcizar” aquel tiempo de horror es tratar de comprender y explicar lo que
pasó y esa explicación, desde luego, no implica- como mantienen algunos-
ninguna clase de justificación para ese pasado de barbarie que si bien fue
nefasto, debe dejar de ser para siempre nefando, innombrable. Y más hoy en que
la sombra del fascismo vuelve a ser alargada.
Entre las innumerables e
importantes obras que se han publicado
en España después de la biografía de Hitler de Kerswasch, que marca un antes y
después en la bibliografía sobre el nazismo, hay que destacar estas dos
memorias recientemente publicadas de
sendos actores de aquel tiempo sombrío de amenaza y dominio de la Bestia.
Además de pertenecer, no a la pequeña burguesía que fue la base del Partido
Nazi, sino a familias acomodadas de la burguesía alemana, lo que une, sobre
todo, a ambos autores es, paradójicamente, la dialéctica que vincula a las
víctimas y verdugos. Porque lo que separa a las dos obras es su finalidad: una,
escrita desde la perspectiva de las víctimas, tiene como propósito principal la
denuncia del nazismo y el intento de hallar una explicación para la participación
en él del pueblo alemán; la otra, realizada desde la de los verdugos, bajo el explícito
objetivo de exponer el autor su papel en el gobierno nazi y aceptar su
responsabilidad por ello, no es sino una inteligente y hábil autojustificación
a posteriori de su conducta.
Historia de un alemán (
Destino, 2002) es una memoria de juventud del escritor y periodista alemán
Sebastián Haffner. Fue escrita 1939 y ha
sido recuperada y editada ahora tras su
muerte. Con un brillante estilo que aparenta esa sencillez que nace de la
complejidad, pleno de ironía, fino humor y desbordante de desprecio por los
nazis, Haffner, desde la perspectiva de su experiencia vital, que es la de un
miembro de la generación que nace con el siglo, nos cuenta cómo vivió esa generación
de alemanes la Gran Guerra y la convulsa historia alemana posterior de la
Republica de Weimar, ambiente histórico que fue el caldo de cultivo para la
emergencia del fascismo y su llegada al poder.
Dos apreciaciones de Haffner llaman poderosamente la atención por su
pertinencia. La primera es que, contra la idea expuesta por algunas de la
interpretaciones de los fascismos, descarta a
los excombatientes de la Gran Guerra como uno de los actores básicos del
nazismo. E identifica, en cambio, a su generación, la nacida entre 1900-1910,
como la que, principalmente, se comprometió con él y lo apoyó. Porque, primero,
sus miembros fueron impregnados , desde la infancia y la adolescencia, del
ambiente bélico, pero teniendo de la guerra sólo una experiencia indirecta,
como si de un patriótico juego se tratara. Para, después, caer en el descontento, por las consecuencias para
Alemania de la derrota, y por el temor de la inseguridad derivada de la
evolución caótica de la Alemania
weimariana.
Pero, sobre todo, llama la
atención cómo en este libro, escrito en 1939, es decir, después de haberse
producido ya algunos de los episodios y
acciones antisemitas del nazismo, pero, años antes, todavía, de que la
“solución final” comenzara a tomar cuerpo, el escritor alemán vaticinó y supo ver el alcance trascendente y singular del Holocausto.
Las Memorias de Albert
Speer ( El Acantilado, 2001), arquitecto y ministro de Armamento de Hitler,
están escritas en los años cincuenta en
Spandau, donde cumplía condena de veinte años impuesta por el Tribunal
de Nuremberg. Y fueron retocadas, después cuando salió de la cárcel con el
asesoramiento de sus editores y del historiador alemán J. Fest.. Su finalidad
no es otra que la justificación de su
actuación como dirigente del régimen nazi. Pero todo parece indicar que con esa
reelaboración posterior se trató de rebasar esa originaria finalidad
exculpatoria y darle un enfoque de crónica histórica del nazismo a través de
las impresiones y recuerdos del autor sobre aquellos hechos que vivió
directamente y de aquellos siniestros
personajes que formaron la cúpula del Tercer Reich con los que convivió
íntimamente.
De los dirigentes nazis que se juzgaron
en Nuremberg, Speer fue uno de los pocos que se defendió aceptando su
responsabilidad en los terribles
crímenes del nazismo . Pero lo hizo negando su participación directa en ellos.
Sólo reconoció su responsabilidad indirecta, derivada de su colaboración con el
gobierno de Hitler.
Negó siempre tener conocimiento del
genocidio judío. Únicamente, admite que, ya casi al final del dominio nazi, le
llegaron rumores sobre los campos de exterminio, rumores que, temeroso de lo
que podría averiguar, no trató de confirmar. Pero las numerosas contradicciones que emergen de su texto
demuestran la futilidad de sus esfuerzos justificadores. Su propio miedo a
saber la verdad de la atrocidad que se estaba cometiendo con los judíos es la
mejor demostración de que, aunque no conociera los hechos concretos, in pectore, al menos, sí sabía
lo que estaba pasando. Ni sus críticas al trato infrahumano de los
trabajadores en las fábricas de cohetes gestionadas por las SS, le eximen
tampoco de su responsabilidad acerca de la condición de esclavos y las
deportaciones masivas de trabajadores de los territorios dominados de las que
fue responsable como ministro de
Armamento. Así como su insistencia en no haber leído Mein Kampf,
queda invalidada cuando, en su relato, justifica con la propia Biblia nazi su
intento frustrado, al final de la guerra, de eliminar a Hitler.
Pero, sobre todo, lo que
difícilmente puede justificar es su responsabilidad directa en haber puesto en pie una maquinaria bélica
cuya objetivo final era que la Alemania nazi dominase el mundo por la fuerza,
imponiéndole su pretendida hegemonía racial. Y lo cierto es que en ello
demostró una gran eficacia, a pesar de las continuas interferencias y
megalomanías de Hitler. Por ello, llegó a alcanzar un rango muy elevado en la
corte hitleriana y en la estima del
caudillo fascista hasta llegar a ser considerado, antes de caer en desgracia,
como uno de los probables sucesores del Führer.
En su descargo, Speer insiste,
sobre todo, en un hecho. Hitler, como una expresión más de su mesianismo
ideológico, consideró, cuando la derrota era inminente, que su fin debía de ser
también el de Alemania y los alemanes por no haber respondido éstos a las expectativas de raza y
nación superiores que él les había atribuido. En consecuencia, concibió el
bárbaro proyecto de llevar a cabo una destrucción total de las infraestructuras
y economía alemanas y de los territorios ocupados antes de que fuese
definitivamente derrotado. Speer , con su oposición encubierta a ese nihilista
deseo de Hitler, consiguió que no llegara
a ejecutarse.
Si los esfuerzos justificadores de Speer no convencen, en cambio, sí hay
que reconocer que sus memorias son una fuente básica para la reconstrucción del
funcionamiento interno de aquella corte
hitleriana, de sus intrigas y luchas por el poder y del papel y carácter de sus
dirigentes, así como de los rasgos psicológicos, actitudes y decisiones
de Hitler en los principales acontecimientos de la guerra.
La imagen que nos transmite de Hitler tiene poco que ver con la que
difundió la propaganda de Goebbels. A parte del magnetismo personal que,
dice, emanaba en determinados momentos
de su persona y bajo cuyo influjo él reconoce que también cayó, Speer lo ve
como un pequeño burgués con escaso nivel cultural, cuya principal faceta era
ser un diletante en todo; que prefería las operetas a la ópera y las comedias, y los espectáculos frívolos al
cine y al teatro serios. Curiosamente, su descripción psicológica de Hitler
encaja perfectamente con la ambivalencia formal de la ideología nazi. Por una
parte, en coherencia con el racionalismo instrumental fascista, es capaz de
comportarse como una persona racional y fría, lúcida y con gran autodominio en
momentos difíciles, y confiar y utilizar la tecnología bélica más avanzada. Por
otra, congruentemente con el irracionalismo trufado de violencia y la moral
pequeño burguesa de los nazis, adopta actitudes supersticiosas e irracionales
como creer ciegamente que su destino es, como el de Alemania, providencial; o
ser insensible al sufrimiento y muerte de cientos de miles de soldados alemanes
para conseguir sus designios, y a la vez, mantener unas actitudes pudibundas en
su relación con Eva Braun. Con mirada crítica y despreciativa caracteriza
Speer, también, a casi todos los personajes de aquella fauna que pululaba por
la corte nazi. La descripción del segundo personaje en rango del régimen,
Göring, es la de un personaje histriónico, con gustos de nuevo rico, corrupto,
depredador de los museos pictóricos de los países ocupados para enriquecer su
colección pictórica particular, y adicto a la morfina. Y nos descubre el gran
poder que tuvo Bormann como secretario de Hitler y representante directo del
partido nazi ante el dictador. Poder que le convirtió en el centro de las
muchas intrigas que , por activa y pasiva, se tejieron entre la camarilla que dominaba la corte
hitleriana.
Todo el contenido del libro de Speer encaja perfectamente con la clásica
interpretación del nazismo como movimiento político llevado a cabo por sectores
de la clase media y pequeña burguesía portadores de los intereses del gran
capital. La política de la producción de armamento del arquitecto y ministro de
Hitler se basó en la autorresponsabilización de la industria privada para
contribuir a las demandas crecientes del rearme alemán y, a lo largo del libro,
las referencias de la contribución de los “jefes de la industria” son
numerosas. En un discurso pronunciado, al final del período nazi, ante los
principales empresarios alemanes dándoles las gracias por su apoyo en la
guerra, el propio Hitler llegó a decir: “ (...) el fomento de la
iniciativa privada es la única premisa
que permite la evolución real de toda la humanidad. Cuando esta guerra
acabe con nuestra victoria, la iniciativa privada de la economía alemana vivirá
su mejor época (...)”.
La lectura de estos dos libros nos permite comprender bien por qué aquel
pasado, para el país de los verdugos, Alemania, es un pasado que no pasa. Y
cómo para los alemanes de hoy , si quieren encarar rectamente su futuro, sigue
siendo necesario no caer en su olvido, ocultarlo o deformarlo
como quiere el revisionismo del Holocausto, sino llegar a su comprensión para- renegando de él-
asumirlo y integrarlo en su memoria histórica. Del mismo modo que nos lleva a
entender que, para las víctimas, los judíos, sea un pasado indeleble. Pero,
desde la perspectiva actual, es decir, mirando Auschwitz desde Yenín, ese
pasado también debe de ser un espejo para que los judíos viéndose reflejados en
él como víctimas, no puedan utilizarlo como justificación para convertirse en
verdugos.
EL ARQUITECTO DE HITLER
J. A. V. I.
Hitler tuvo verdadera pasión por la
arquitectura. Fue, en realidad, un arquitecto frustrado. Speer pasó a formar parte de su círculo íntimo por ello. El
dictador nazi concibió la arquitectura como elemento de propaganda y expresión
simbólica de la ideología nazi. Proyectó y construyó en un tiempo récord la
Cancillería del Reich y un descomunal anfiteatro en Nuremberg para las
reuniones del Partido y fue el diseñador de aquellas monumentales
escenografías, llenas de banderas, águilas y esvásticas que servían de marco
para las actuaciones públicas de Hitler. Y éste le encargó sus dos más queridos y megalómanos proyectos: la
reordenación de Berlín y completar el campo del Partido de Nuremberg. El Fuhrer
pretendía transformar Berlín en la capital de su futuro Imperio mundial. Se
trataba de imitar a París, pero
superándola. El proyecto implicaba la construcción en el centro de
Berlín de una avenida de mayor longitud y anchura que los Campos Elíseos. Ésta
terminaría en un Arco de Triunfo, de varias decenas de metros más elevado que
el parisino, y daría paso a una gran plaza denominada “Adolf Hitler”. Detrás de
ese conjunto, se construiría la Gran Sala con una cúpula netamente superior en
altura que la del Vaticano. La cúpula estaría coronada por el águila imperial
que tendría entre sus garras la bola del mundo.
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